viernes, 21 de febrero de 2014

Henry Pirenne: Las ciudades de la Edad Media


El renacimiento comercial
Henry Pirenne: Las ciudades de la Edad Media

Se puede considerar el fin del siglo ix como el momento en que la curva descrita por la evolución económica de Europa Occidental, desde el cierre del Mediterráneo, al­canza su punto más bajo. Es también el momento en que el desorden social, provocado por el pillaje de las invasio­nes y por la anarquía política, llega al máximo. El siglo x fue, si no una época de restauración, al menos una época de estabilización y de paz relativa. La cesión de Norman-día a Rollón (912) marca en el oeste el fin de las grandes invasiones escandinavas, mientras que en el este, Enrique el Pajarero y Otón detienen de manera definitiva a los eslavos a lo largo del Elba y a los húngaros en el valle del Danubio (933-955). Al mismo tiempo, el régimen feudal, definitivamente vencedor frente a la realeza, se instala en Francia sobre los restos de la antigua constitución carolingia. Por el contrario, en Alemania, un progreso más lento en el desarrollo social permitió a los príncipes de la casa de Sajonia oponer a las injerencias de la aristocracia laica el poder de los obispos, a los que utilizan como apoyo para fortalecer el poder monárquico y amparándose en el título de emperadores romanos, pretender la autoridad universal que había ejercido Carlomagno.
Indudablemente, todo esto, si bien no pudo realizarse sin luchas, no por ello fue menos beneficioso. Europa dejó de ser oprimida sin piedad, recuperó la confianza en el porvenir y, con ella, el valor y el trabajo. Podemos consi­derar al siglo x como el momento en que el movimiento ascensional de la población sufre un nuevo empuje. Más claro se nos muestra que las autoridades sociales vuelven a desempeñar el papel que les incumbe. Tanto en los prin­cipados feudales compren los episcopales se puede apreciar desde entonces los primeros rastros de una organización que se esfuerza en mejorar la condición del pueblo. La necesidad primordial de esta época, que surge a duras penas de la anarquía, es la necesidad de paz, la más primitiva y esencial de todas las necesidades sociales. Recordemos que la primera paz de Dios fue proclamada en el 989. Las gue­rras privadas, el azote de esta época, fueron enérgicamente combatidas por los condes territoriales de Francia y por los prelados de la Iglesia imperial alemana.
Por sombrío que aún parezca, fue en el siglo x cuando se esbozó la estructura que nos presenta el siglo xi. La famosa leyenda de los terrores del año 1000 no carece, en este sentido, de significación simbólica. Indudablemente es falso que los hombres hayan esperado el fin del mundo en el año 1000, pero el siglo que arranca de esta fecha se caracteriza, en oposición al precedente, por un recrudeci­miento tan acusado de la actividad, que podría considerarse como el despertar de una sociedad atenazada largo tiempo por una pesadilla angustiosa. En todos los campos se observa la misma explosión de energía e incluso, yo diría, de optimismo. La Iglesia, reanimada por la reforma cluniacense, intenta purificarse de los abusos que se han deslizado en su disciplina y liberarse de la servidumbre a la que la tienen sometida los emperadores. El entusiasmo místico que le anima y que trasmite a sus fieles arroja a éstos a la grandiosa y heroica empresa de las Cruzadas, que enfrenta a la cristiandad occidental con el Islam. El espíritu militar del feudalismo le hace abordar y triunfar en empresas épicas. Caballeros normandos van a combatir, en el sur de Italia, a bizantinos y musulmanes y fundan allí los principados de los que pronto surgirá el reino de Sicilia. Otros normandos, a los que se unen los flamencos y los franceses del norte, conquistan Inglaterra a las órdenes del duque Guillermo. Al sur de los Pirineos, los cristianos obligan a retroceder a los sarracenos de España y se apoderan de Toledo y Valencia (1072-1109). Tales empresas nos dan fe no sólo de la energía y el vigor de los temperamentos, sino que también nos hablan de la salud social. Hubieran sido manifiestamente imposibles sin la abundante natalidad que es una de las características del siglo xi. La fecundidad de las familias se producía tanto entre la nobleza como entre el campesinado. Los segundones abundan por do­quier, sintiéndose limitados en el suelo natal e impacientes por intentar fortuna lejos. Por doquier se encuentran aventureros en busca de ganancias o de trabajo. Los ejér­citos están abarrotados de mercenarios coterelli o brabantiones, que alquilan sus servicios a quien les quiera contra­tar. De Flandes y de Holanda partirán, desde comienzos del siglo xii, grupos de campesinos para drenar los mooren de las orillas del Elba. En todas las regiones de Europa se ofrecen brazos en cantidad superabundante y esto cierta­mente explica los grandes trabajos de roturación y de cons­trucción de diques cuyo número aumenta desde entonces. Desde la época romana hasta el siglo xi no parece que haya aumentado sensiblemente la superficie del suelo cul­tivado. En este sentido, los monasterios apenas cambiaron, salvo en los países germánicos, la situación existente. Se instalaron casi siempre en antiguas tierras y no hicieron nada para disminuir la extensión de los bosques, de las malezas y de los pantanos existentes en sus dominios. Pero la situación cambió el día en que el aumento de la pobla­ción hizo posible recuperar estos terrenos improductivos. Aproximadamente a partir del año 1000, comienza un período de roturación que continuará, ampliándose siem­pre hasta fines del siglo xii. Europa se colonizó a sí misma merced al crecimiento de sus habitantes. Los prín­cipes y los grandes propietarios comenzaron a fundar nuevas ciudades donde afluyeron los segundones en busca de tierras cultivables1. Empezaron a aparecer claros en los grandes bosques. En Flandes, hacia el 1150, surgen los primeros polders2. La orden del Cister, fundada en 1098, se dedica inmediatamente a la labor de roturación y a la poda de árboles.
Como se ve,_ el aumento de población y la renovación de la actividad de la que aquélla es a la vez causa y efecto, evolucionó en provecho de la economía agrícola. Pero su influencia se dejó sentir también en el comercio, el cual inicia, ya antes del siglo xi, un período de renacimiento. Este renacimiento se desenvolvió bajo los auspicios de dos centros, uno situado en el sur y el otro en el norte de Europa: Venecia y la Italia meridional por un lado y la costa flamenca por el otro, lo cual hace suponer que es el resultado de un agente externo. Gracias al contacto que mantuvieron estos dos puntos con el comercio extranjero, este agente se pudo manifestar y propagar. Indudablemente hubiera sido posible que ocurriese de otra forma. La acti­vidad comercial hubiera podido reanimarse en virtud del funcionamiento de la vida económica general. La realidad, sin embargo, es que las cosas discurrieron de distinta forma. De la misma manera que el comercio occidental desapareció al cerrarse sus salidas al exterior, volvió a surgir con la apertura de éstas.
Sabemos que Venecia, que fue la primera que influyó en el comercio ocupa en la historia económica de Europa un lugar especial. Efectivamente, Venecia, como Tiro, posee un carácter exclusivamente comercial. Sus primeros habitantes, huyendo de la proximidad de los hunos, de los godos y de los lombardos, buscaron refugio en los islotes vírgenes de la laguna (siglos v y vi), en Rialto, Olivólo, Spinalunga y Dorsoduro3. Para sobrevivir tuvieron que discurrir y luchar contra la naturaleza. Faltaba todo, incluso el agua potable. Pero el mar es suficiente para quienes tienen iniciativa. La pesca y la salazón aseguraron inmediatamente la subsistencia de los venecianos, al proporcionarles al misrno tiempo la posibilidad de conseguir trigo, mediante intercambios de productos con los de los habitantes de la costa vecina.
De esta manera, el comercio se les impuso por las mismas condiciones de su medio, y tuvieron la energía y el talento de aprovechar las infinitas posibilidades que éste ofrece al espíritu emprendedor. Desde el siglo viii, el conjunto de islotes que ocupaban estaba ya lo suficientemente poblado como para ser la sede de una diócesis particular.
Cuando se fundó la ciudad, toda Italia pertenecía aún al Imperio Bizantino. Gracias a su situación insular se libró de la codicia de los conquistadores, que cayeron suce­sivamente sobre la península, los lombardos, primero, más tarde Carlomagno y, finalmente, los emperadores ger­mánicos. Permaneció, pues, bajo la soberanía de Constantinopla, constituyendo en el corazón del Adriático y al pie de los Alpes un refugio de la civilización bizantina. Mientras que Europa occidental se desvinculaba de Oriente, ella siguió perteneciéndole. Y este hecho es de una impor­tancia capital. La consecuencia fue que Venecia no dejó de gravitar en la órbita de Constantinopla. A través de los mares sufrió su atracción y creció bajo su influencia.
Constantinopla, aun en el curso del siglo xi, aparece no sólo como una gran ciudad, sino como la más grande de toda la cuenca del Mediterráneo. Su población no estaba lejos de alcanzar la cifra de un millón de habitantes y era singularmente activa4. No se contentaba, como lo había hecho la de la Roma republicana e imperial, en consumir sin producir nada. Por el contrario, se entregaba, con un celo dirigido fiscalmente sin llegar a ser asfixiado, tanto al comercio como a la industria. Era, además de una capital política, un gran puerto y un centro de manufacturas de primer orden. En ella se podían hallar todos los modos de vida y todas las formas de actividad social. Era la única en el mundo cristiano que presentaba un espectáculo análogo al de las grandes ciudades modernas, con todas las complicaciones y las taras, pero también con todos los refinamientos de una civilización esencialmente urbana. Una navegación ininterrumpida la vinculaba a las costas del Mar Negro, de Asia Menor, de la Italia Meridional y de los países bañados por el Adriático. Sus flotas de guerra le garantizaban el dominio del mar sin el que no habría po­dido subsistir. Mientras conservó su poder, consiguió mantener, frente al Islam, su dominio sobre todas las aguas del Mediterráneo oriental.
Fácilmente se puede comprender de qué manera apro­vechó Venecia la coyuntura de verse vinculada a un mundo tan diferente del occidente europeo. No solamente le debía la prosperidad de su comercio, sino que además la inició en aquellas formas superiores de civilización, aquella técnica perfeccionada, aquel espíritu de negocios, aquella organización política y administrativa, que le asignan un lugar aparte en la Europa medieval. Desde el siglo yiii, se consagra_ con éxito naciente al aprovisionamiento de Constantinopla. Sus barcos transportan allí los productos de las regiones que la rodean por el este y el oeste: trigo y vinos de Italia, madera de Dalmacia, sal de las lagunas y, a pesar de las prohibiciones del papa y del emperador, esclavos que consiguen fácilmente sus marinos en los pueblos eslavos de las costas del Adriático. En pago reciben los valiosos tejidos que fabrica la industria bizantina, así como especias que Constantinopla recibe de Asia. En el siglo x, el movimiento del puerto alcanza proporciones extraordi­narias, y con la extensión del comercio, el afán de lucro se manifiesta de manera irresistible. No existe ningún tipo de escrúpulo que afecte a los venecianos. Su religión es una religión propia de gentes de negocios. Les importa poco que los musulmanes sean los enemigos de Cristo, si el comercio con ellos puede ser rentable. En el curso del siglo ix consiguen relacionarse, cada vez más asiduamente, con Alepo, Alejandría, Damasco, Keruán y Palermo. Tratados, comerciales le garantizan una situación privilegiada en los mercados del Islam.
A comienzos del siglo xi, el poderío de Venecia ha progresado tan increíblemente como su riqueza. Durante el gobierno del dogo, Pedro II Orseolo, limpió el Adriático de piratas eslavos, sometió a Istria y consiguió en Zara, Veglia, Arbe. Trau, Spalato. Curzola y Lagosta, factorías o puestos militares. Juan Diácono celebra el esplendor y la gloria del áurea Venitia; Guillermo de Apuleya alaba la ciudad «rica en dinero, rica en hombres» y declara que «ningún pueblo en el mundo es más valeroso en las guerras navales, más sabio en el arte de guiar los barcos en el mar». Era imposible que el poderoso movimiento económico, cuyo centro era Venecia, no se comunicara a las regiones italianas de las que no estaba separada nada más que por una laguna. En ellas se aprovisionaba de trigo y de vinos para su consumo su exportación y trató naturalmente de crear allí un mercado para las mercancías orientales que los marinos desembarcaban cada vez en mayor número en sus muelles. A través del Po se puso en contacto con Pavía, a la que no tardó en contagiar su actividad5. Obtuvo de los emperadores germánicos el derecho de comerciar libremente, primero con las ciudades vecinas, más tarde _con toda Italia, y también el monopolio del transporte de todos los productos que llegasen a su puerto.
En el curso del siglo x Lombardía, gracias a su intervención se incorpora a la vida comercial. Desde Pavía se extiende rápidamente a las ciudades de los alrededores. Todos se apresuran a participar en el tráfico comercial cuyo ejemplo encarna Venecia, que, a su vez, estaba inte­resada en que este ejemplo cundiera en los demás. El espí­ritu de empresa se va desarrollando paulatinamente _y_ los productos agrícolas ya no serán los únicos que sustenten las relaciones comerciales con Venecia. La industria comienza a aparecer. Desde los primeros años del siglo xi a más tardar, Luca se dedica ya a la fabricación de telas, y sa­bríamos bastante más sobre los comienzos del renacimiento económico de Lombardía si los datos que poseemos no fueran de una escasez deplorable6.
_Por preponderante que fuera en Italia la influencia veneciana, no fue la única en hacerse notar. El sur de la península más allá de Spoleto y Benevento pertenecía aún, y seguirá perteneciendo hasta la llegada de los normandos en el siglo xi al Imperio Bizantino. Bari, Tarento, Nápoles pero principalmente Amalf, conservaban con Constantinopla relaciones análogas a las de Venecia. Eran emplaza­mientos comerciales de gran actividad y que, al igual que Venecia, no dudaban en comerciar con los puertos musul­manes7. Su navegación no podía dejar de encontrar, tarde o temprano, seguidores entre los habitantes de las ciudades costeras situadas más al norte. Y, en efecto, desde comien­zos del siglo xi, se puede comprobar cómo Génova en primer lugar y casi inmediatamente Pisa vuelcan sus esfuerzos hacia el mar. Todavía en el 935, los piratas sarracenos habían saqueado Génova, pero se acercaba el mo­mento en que la ciudad iba a pasar a la ofensiva. Para ella no era cuestión de firmar con los enemigos de su fe tratados comerciales, tal y como lo habían hecho Venecia o Amalfi. La religiosidad mística de occidente se lo tenía vedado y un gran odio se había ido acumulando secularmente contra ellos. El mar no podía ser abierto a la navegación sino a viva fuerza. En 1015-101 una expedición es dirigida por los genoveses de común acuerdo con Pisa, contra Cerdeña. Veinte años después, en 1034, se apoderaban temporal­mente de Bona en la costa Africana; los pisanos, por su parte, penetran victoriosamente, en 1062, en el puerto de Palermo, cuyo arsenal destruyen. En 1087, las flotas de las dos ciudades, arengadas por el papa Víctor III, atacan Mehdia8.
Todas estas expediciones se explican tanto por el entu­siasmo religioso como por el espíritu de empresa. Bastante diferentes a los venecianos, los genoveses y los pisanos se consideran, frente al Islam, como los soldados de Cristo y de la Iglesia. Creen ver al Arcángel Gabriel y a San Pedro conduciéndoles en el combate contra los infieles y hasta no haber masacrado a los «sacerdotes de Mahoma» y profanado la mezquita de Mehdia, no firman un ventajoso tratado comercial. La catedral de Pisa, construida después del triunfo, es un símbolo admirable del misticismo de los vencedores y de la riqueza que la navegación comienza a proporcionarles. Para su decoración son utilizadas colum­nas y mármoles preciosos traídos de África. Parece como si se hubiese querido dar testimonio, a través de su esplen­dor, de la revancha del cristianismo sobre aquellos sarra­cenos cuya opulencia era objeto de escándalo y de envidia.
Este es, al menos, el sentimiento que expresa un apasio­nado poema de la época9.
Unde tua in aeternum splendebit ecclesia 
Auro, gemmis, margaritis et palliis splendida.
Así, ante el contraataque cristiano, el Islam retrocede poco a poco. Él desencadenamiento de la primera cruza­da (1096) señala su retroceso definitivo. Ya en el 1097. una flota genovesa ponía rumbo a Antioquía con la intención de llevar a los cruzados refuerzos y víveres. Dos años más tarde, Pisa enviaba barcos «por orden del papa»_para liberar Jerusalén. Desde entonces, todo el Mediterráneo se abre o, mejor dicho, se vuelve a abrir a la navegación occidental. Como en la época romana, se restablece el intercambio de un lado a otro de este mar esencialmente europeo.
El dominio islámico sobre el Mediterráneo ha terminado. Indudablemente, los resultados políticos y religiosos de la Cruzada fueron efímeros. E1 reino de Jerusalén y los prin­cipados de Edessa y Antioquía fueron reconquistados por los musulmanes en el siglo xii, pero el mar ha quedado en manos de los cristianos. Y son ellos los que ahora ejercen la preponderancia económica. Toda la navegación en las «escalas del levante» les pertenece. Sus establecimientos comerciales se multiplican con sorprendente rapidez en los puertos de Siria, Egipto y en las islas del mar Jónico. Mediante la conquista de Cerdeña (1022). Córcega (1091) y Sicilia (1058-1090) arrebatan a los sarracenos las bases dé operación que, desde el siglo ix, les habían permitido man­tener a occidente bloqueado. Los genoveses y los pisanos tienen la ruta libre para cruzar hacia esas costas orientales donde sé vuelcan los productos que «llegan del corazón de Asia a través de las caravanas o a través del mar Rojo y del golfo Pérsico, y para frecuentar a la vez el gran puerto de Bizancio. La conquista de Amalfi por los normandos (1073) al acabar con el comercio de esta ciudad, les desembarazó de su competencia.
Pero sus progresos suscitaron también los celos de Venecia, que no podía aguantar el tener que compartir con estos advenedizos un comercio cuyo monopolio pretendía conservar. A pesar de profesar la misma fe, pertenecer al mismo pueblo y hablar la misma lengua, desde que se convirtieron en competidores, no vio en ellos nada más que enemigos. En la primavera del año 1100, una escuadra veneciana emboscada ante Rodas acecha el retorno de la flota que Pisa ha enviado a Jerusalén, cae sobre ella de improviso y hunde sin piedad muchos de sus barcos10. De esta manera comienza entre las ciudades marítimas un conflicto que durará tanto tiempo como su prosperidad. El Mediterráneo no volverá a disfrutar esa paz romana que el Imperio de los cesares le había impuesto en otra época. La divergencia de intereses mantendrá, desde entonces, una hostilidad, a veces sorda y otras declarada, entre los rivales interesados.
Al desarrollarse, el comercio marítimo tuvo, natural­mente, que generalizarse. Desde comienzos del siglo xii llega hasta las costas de Francia y España. El viejo puerto de Marsella se reanima tras el largo letargo en el que había caído a finales del periodo merovingio. En Cataluña. Bar­celona se aprovecha a su vez de la apertura del mar. Sin embargo, Italia conserva indiscutiblemente la primacía de este primer renacimiento económico. Lombardía, donde confluye, al este por Venecia y al oeste por Pisa y Génova, todo el movimiento comercial del mediterráneo, se desarrolla con un vigor extraordinario. En esta llanura admirable, las ciudades crecen con la misma fecundidad que las cose­chas. La fertilidad del suelo le permite una expansión ili­mitada, mientras que la facilidad de accesos favorece tanto la importación de materias primas como la exportación de productos manufacturados. El comercio suscita la industria y, a medida que se desarrollan Bérgamo, Crémona, Lodi y Verona, todas las antiguas «ciudades», todos los antiguos «municipios» romanos recuperan una vida nueva y bas­tante más exuberante que la que conocieron en la antigüe­dad. Pronto, su superabundante actividad tiende a exten­derse más allá de sus fronteras. En el sur llega hasta Toscana; por el norte se abren nuevas rutas a través de los Alpes. Por los pasos de Splügen, San Bernardo y Brenner, trasmite al continente europeo aquella efervescencia benefactora que le llegó del mar11. Sigue las rutas naturales que marcan el curso de los ríos, el Danubio por el este, el Rhin por el norte y el Ródano por el oeste. Desde el 1074 se menciona en París a mercaderes italianos12, lombardos indudablemente; y desde comienzos del siglo xii, las ferias de Flandes atraen a un número considerable de sus compatriotas13.


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Nada más natural que esta irrupción de meridionales en la costa flamenca. Es consecuencia de la atracción que el comercio ejerce espontáneamente sobre el comercio.
Ya pusimos en evidencia cómo, durante la época carolingia, los Países Bajos manifestaron una vitalidad comer­cial sin posible comparación en el mundo de aquel entonces, lo cual se explica fácilmente por la gran cantidad de ríos que atraviesan su territorio y que confluyen sus cauces antes de desembocar en el mar: el Rhin. el Mosa y el Escalda. Inglaterra y las regiones escandinavas estaban demasiado próximas a estos países, de amplios y profundos estuarios, como para que sus marinos no los hubiesen frecuentado ya desde muy antiguo. A ellos es a quien se debe, como se ha visto anteriormente, el que los puertos de Duurstede y Quentovic conservaran su importancia. Pero esta importancia fue efímera, ya que no pudo sobrevivir _a las invasiones normandas. Cuanto más fácil era el acceso a la región más tentaba a los invasores y más debía sufrir sus devastaciones. La situación geográfica que en Venecia salvaguardó la prosperidad comercial, contribuía aquí a su desaparición.
Las invasiones normandas no fueron sino la primera manifestación de la necesidad expansiva que sentían los pueblos escandinavos. Su desbordante energía les había lanzado a la vez hacia Europa occidental y hacia Rusia, como aventureros dedicados al pillaje y como conquista­dores. Pero de ningún modo se les puede considerar como simples piratas, pues aspiraban, como en otro tiempo lo hicieron los germanos frente al imperio romano, a instalarse en regiones más ricas y fértiles que las de su patria y a crear en ellas emplazamientos para la superabundante población que no podían aumentar, finalmente obtuvieron éxito en esta empresa. Al este, los suecos se asentaron a lo largo de las vías naturales que. a través del Neva, el lago Ladoga, el Lowat, e1 Wolchow, el Dwina y el Dniéper, conducen del mar Báltico al mar negro. Al oeste, los daneses y no­ruegos colonizaron los reinos anglosajones situados al norte del Humber y consiguieron que Carlos el Simple les entregase en Francia, en las costas de la Mancha, el país que desde entonces, se conoce como Normandía.
Estos éxitos tuvieron como resultado el orientar en un nuevo sentido la actividad de los escandinavos. En el curso del siglo x, abandonan la guerra para dedicarse al comercio14. Sus barcos surcan todos los mares del norte y nada tienen que temer porque son los únicos navegantes entre los pueblos de aquellas costas. Basta recorrer las sa­brosas narraciones de las Sagas, donde se relatan sus aven­turas y hazañas, para hacerse una idea de la astucia y de la inteligencia de los marineros bárbaros. Cada primavera, una vez que el mar se ha deshelado, se lanzan mar adentro. Se les puede encontrar en Islandia, en Irlanda, en Inglaterra, en Flandes, en las desembocaduras del Elba, del Weser, del Vístula, en las islas del mar Báltico, al fondo del golfo de Botnia y del de Finlandia. Poseen emplazamientos en Dublín. en Hamburgo, en Schwerin y en la isla de Gotlan­dia. Gracias a ellos la corriente comercial que, partiendo de Bizancio y Bagdad atraviesa Rusia pasando por Kiev y Novgorod, se prolonga hasta las costas del mar del Norte y hace sentir en ellas su bienechora influencia. Apenas se puede encontrar en la historia un fenómeno más curioso que esta acción ejercida sobre la Europa septentrional por las civilizaciones superiores del imperio griego y del árabe y cuyos intermediarios fueron los escandinavos. Su papel en este sentido, a pesar de las diferencias de clima, medio y cultura, aparece como absolutamente análogo al que Venecia jugó en el sur de Europa. Al igual que ella, resta­blecieron el contacto entre Oriente y Occidente. Y al igual también que el comercio veneciano no tardó en implicar en su tráfico a Lombardía, la navegación escandinava pro­dujo el renacer económico de la costa flamenca.
En efecto, la situación geográfica de Flandes favorecía maravillosamente el que se convirtiese en la etapa occidental del comercio con los mares del norte. Constituye el tér­mino natural del rumbo de los barcos que llegan de Ingla­terra o que, habiendo franqueado el Sund a la salida del Báltico, se dirigen hacia el mediodía. Ya dijimos que los puertos de Quentovic y de Duurstede eran frecuentados por los normandos antes de la época de sus invasiones. Ambos desaparecieron durante la tormenta. Quentovic no conseguirá levantarse de sus ruinas y fue Brujas, cuyo emplazamiento al fondo del Zwin era privilegiado, la 
que le sucedió. En lo que se refiere a Duurstede, los marinos escandinavos aparecieron de nuevo a comienzos del siglo x. A pesar de todo, su prosperidad no se mantuvo durante largo tiempo. A medida que el comercio crecía se iba concentrando progresivamente en Brujas, más cer­cana a Francia y donde los condes de Flandes mantenían una seguridad de la que no disfrutaba la región de Duurs­tede. De cualquier forma, es cierto que Brujas atrajo cada vez más hacia su puerto el comercio septentrional y que la desaparición de Duurstede, durante el siglo xi, aseguró definitivamente su porvenir. El hecho de que hayan sido descubiertas en cantidad considerable monedas de los condes de Flandes, Amoldo II y Balduino IV (965-1035) en Dinamarca, Prusia y hasta en Rusia, evidencia, a falta de documentos escritos, las relaciones que mantenía Flan­des desde aquel entonces con aquellos países a través de los marinos escandinavos15. Las relaciones con la costa inglesa que tenía enfrente debieron ser aún más frecuentes. Sabe­mos que fue en Brujas donde se refugió, hacia el 1030, la reina anglosajona Emma. Ya en el 991-1002, la tarifa del telonio de Londres menciona a los flamencos a la cabeza de los extranjeros que negocian con la ciudad16.
Hay que tener en cuenta, entre las causas de la importancia comercial que alcanzó Flandes en época tan tempra­na, la existencia en este país de una industria indígena, suficiente para proporcionar a los barcos que allí llegaban un abundante flete de vuelta. Desde época romana, y pro­bablemente incluso antes, los morinos y los menapios con­feccionaban paños de lana. Esta industria primitiva debió perfeccionarse por influencia de los progresos técnicos introducidos tras la conquista romana. La especial calidad de los vellones de los corderos, criados en las húmedas praderas de la costa, garantizó su éxito. Se sabe que las
sayas (sagae) y las capas (birrí) que producían eran expor­tadas allende los Alpes y que existió en Tournai, a finales del Imperio, una fábrica de uniformes militares. La inva­sión germánica no acabó con esta industria. Los francos, que invadieron Flandes en el siglo v, continuaron traba­jando en ella como lo habían hecho antes sus antiguos habi­tantes. No hay duda que los tejidos frisones, de los que habla la historiografía del siglo ix, se fabricaron en Flandes17. Parece que fueron los únicos productos manufacturados que, en época carolingia, eran objeto de una cierta comercialización. Los frisones los transportaban a lo largodel Escalda, del Most del Rhin y, cuando Carlomagno quiso corresponder con regalos a las atenciones del califa Harun al-Raschid no encontró nada mejor que ofrecerle
que los ,pallia fresonica. Hay que admitir que estas telas, famosas tanto por sus colores como por su suavidad, de­bieron atraer inmediatamente la atención de los navegantes
escandinavos del siglo x. En ninguna parte de la Europa septentrional se pueden hallar productos más cotizados y ciertamente ocuparon un lugar entre los objetos de expor­tación más buscados junto con las pieles del norte y las telas de seda árabes y bizantinas. Todas las apariencias parecen indicar que los paños de los que se habla, hacia el año 1000, en el mercado de Londres, eran flamencos. 
Las nuevas posibilidades que les ofrecía ahora la navega­ción dieron un nuevo empuje a su fabricación. De esta manera, el comercio y la industria, ésta practi­cada in si tu y aquél procedente del exterior, se unieron para proporcionar a la región flamenca, a partir del siglo x, una actividad económica que no cesó de desarrollarse. En el siglo xi, los progresos realizados son ya sorprendentes. Flandes trafica desde entonces con el norte de Francia, cuyos vinos intercambia con sus paños. La conquista de Inglaterra por Guillermo de Normandía, al vincular al continente este país que hasta entonces había gravitado en la órbita de Dinamarca, multiplicó las relaciones que Brujas mantenía ya con Londres. Al lado de Brujas apare­cen otros emplazamientos comerciales: Gante, Ypres, Lille, Douai, Arras y Tournai. Los condes convocan ferias en Thourout, Messines, Lille e Ypres.
Flandes no fue el único en disfrutar los efectos saludables de la navegación con el norte. Las repercusiones se hicieron notar a lo largo de todos los ríos que desembocan en los Países Bajos. Cambrai y Valenciennes sobre el Escalda; Lieja, Huy y Dinant sobre el Mosa, son conocidas ya en el siglo x como centros comerciales. Igual ocurre con Colonia y Maguncia sobre el Rhin. Las costas de la Mancha y del Atlántico, más alejadas del centro de actividad del mar del Norte, no poseen la misma importancia. En aquel lugar, apenas si se menciona algo más que Rúan, evidentemente en relaciones con Inglaterra, y más al sur, Burdeos y Bayona, cuyo desarrollo es más tardío. El interior de Fran­cia o el de Alemania no empiezan a agitarse sino muy len­tamente y a instancias de la penetración económica que se propaga paulatinamente en aquellos lugares, bien su­biendo desde Italia, bien descendiendo desde los Países Bajos.
Sólo en el siglo xii es cuando esta penetración, al ir progresando, consigue transformar definitivamente la Euro­pa occidental. Logra vencer la inmovilidad tradicional a que la condenaba una organización social dependiente únicamente de los vínculos del hombre con la tierra. El comercio y la industria no se constituyen solamente al margen de la agricultura, sino que, por el contrario, ejer­cen su influencia sobre ella. Sus productos ya no están destinados exclusivamente al consumo de los propietarios y de los trabajadores agrícolas: son insertados en la circula­ción general como objetos de cambio o materias primas. Se rompen las estructuras del sistema señorial que, hasta entonces, habían encerrado la actividad económica, y toda la sociedad adquiere un carácter más dúctil, activo y variado. Nuevamente, como en la Antigüedad, el campo se orienta hacia las ciudades. Bajo la influencia del comercio, las anti­guas ciudades romanas se revitalizan y se repueblan, enjam­bres de mercaderes se agrupan al pie de los burgos y se establecen a lo largo de las costas marítimas, al borde de los ríos, en las zonas de su confluencia, y en las encrucijadas de las vías naturales de comunicación. Cada una de éstas constituyen un mercado cuya atracción, en proporción a su importancia, se ejerce en el país circundante o llega hasta zonas alejadas. Grandes o pequeñas, se las puede hallar por todas partes, en una proporción de una por cinco leguas cuadradas de terreno. Y es que se han hecho indis­pensables para la sociedad, al haber introducido en su organización una división del trabajo de la que ya no se podrá prescindir. Entre ellas y el campo se establece un intercambio reciproco de servicios. Les une una solidaridad cada vez más estrecha, el campo atendiendo al aprovisionamiento de las ciudades y las ciudades proporcionando a su vez productos comerciales y objetos manufacturados. La subsistencia física del burgués depende del campesino, pero la subsistencia social del campesino depende a su vez del burgués, porque éste le descubre un género de existen­cia más confortable, más refinado y que, al excitar sus de­seos, multiplica sus necesidades y modifica su standard of' life. Pero la aparición de las ciudades ha promovido vigorosa­mente el progreso social; sólo en este aspecto no fue menos importante el que difundiesen a través del mundo una nueva concepción del trabajo que, en épocas anteriores, era servil y que ahora se transformó en libre; las consecuencias de este hecho, sobre el qué tendremos ocasión de volver, fueron incalculables. Añadamos finalmente que el rena­cimiento económico, cuya expansión presenció el siglo xii, reveló el poder del capital y habremos dicho lo suficiente para demostrar cómo sólo contadas épocas han ejercido una repercusión tan profunda en la sociedad.
Vivificada, transformada y proyectada hacia el progreso, la nueva Europa recuerda, en suma, más a la Europa anti­gua que a la carolingia. Ya que de esta primera recuperó aquel carácter esencial de ser una región urbana. Incluso se podría afirmar que si, en la organización política, el papel de las ciudades fue más importante en la antigüedad que en la Edad Media, sin embargo, su influencia económica sobrepasó considerablemente en ésta lo que habla sido en aquélla. En realidad, las grandes ciudades comerciales fueron relativamente escasas en las provincias occidentales del Imperio Romano. Únicamente se pueden citar a Napó­les, Milán, Marsella y Lyon. No existe nada parecido a puertos como los de Venecia, Pisa, Génova o Brujas, o a centros industriales como Milán, Florencia, Ypres y Gante. En la Galia parece evidente que la importancia conseguida, en el siglo xii, por antiguas ciudades como Orleáns, Bur­deos, Colonia, Nantes, Rúan, etc., sobrepasó considerable­mente a la que tenían bajo los Césares. En resumen, el desarrollo económico de la Europa medieval franqueó los límites que había alcanzado en la época romana. En lugar de detenerse a lo largo del Rhin y del Danubio, se extiende ampliamente por la Germania y llega hasta el Vístula. 
Regiones que no habían sido recorridas, al comienzo de la era cristiana, sino por contados mercaderes en ámbar y en pieles, y que parecían tan inhóspitas como podía parecerles a nuestros padres el centro de África, se recubren ahora por una floración de ciudades. El Sund, que jamás fue fran­queado por ningún navío comercial romano, está animado ahora por una constante circulación marítima. Se navega por el Báltico y por el mar del Norte, como por el Medite­rráneo. Hay casi tantos puertos en las costas de uno como de otro. En ambos lados, el comercio utiliza los recursos que la naturaleza a puesto a su disposición. Domina los dos mares interiores que encierran las costas, tan admirable­mente recortadas, del continente europeo. Del mismo modo que las ciudades italianas expulsaron a los musulmanes del Mediterráneo, las ciudades alemanas, en el curso del si­glo xii, desalojaron también a los escandinavos del mar del Norte y del Báltico, en los cuales se despliega ahora la navegación de la hansa teutónica.
De esta manera, la expansión comercial, que comenzó por los dos puntos por los que Europa se hallaba en con­tacto con el mundo oriental, Venecia y Flandes, se difundió como una beneficiosa epidemia por todo el conti­nente18. Al propagarse por el interior, los movimientos procedentes del norte y el del sur acabaron por encontrarse. El contacto entre ellos se efectuó a medio camino de la vía natural que va desde Brujas a Venecia, en la llanura de Champagne, donde, desde el siglo xii, se situaron las famo­sas ferias de Troyes, Lagny, Provins y Barsur-Aube que, hasta fines del siglo xii jugaron, en la Eurorpa_medieyal, los papeles de bolsa y de clearing house.

lunes, 17 de febrero de 2014

LUCHAS SOCIALES EN LA ANTIGUA ROMA: LEÓN BLOCH

En Libro LUCHAS SOCIALES EN LA ANTIGUA ROMA
Profesor LEÓN BLOCH
Editorial Claridad. Buenos Aires
Revista de Arte, Crítica y Letras
Tribuna del Pensamiento Izquierdista Fundada el 20 de febrero de 1922

La igualdad económica y social, que al comienzo había existido entre los itálicos, como en todos los pueblos primitivos, y que se advierte bastante claramente en las aldeas lacustres y fluviales del valle padano, había poco a poco desaparecido ante una diferenciación siempre creciente. El desarrollo interno y el externo habían ido aquí a igual paso. El aumento del territorio comunal había engendrado formas de administración y constitución apropiadas para facilitar la distribución, en proporciones desiguales, del poder político entre los componen-íes de la comunidad. Como el rey ya no podía, a consecuencia de la mayor extensión del territorio y el aumento de la población, estar en contacto con todos los miembros de la Comuna, la monarquía debió convertirse en poder absoluto. Y según la posibilidad de explotar en provecho propio ese poder supremo, según las relaciones y los contactos personales con él, se habían desarrollado entre los ciudadanos de la comunidad ciertas gradaciones, surgiendo así una casta privilegiada: la de los funcionarios y consejeros (senadores). Aun cuando se quiere todavía desconocerlo, tanto más hay que acentuar firmemente que los "patricios", así como casi toda clase de nobleza, han salido de la alta burocracia, y no del seno de una raza victoriosa. En favor de este punto de vista hablan las mismas denominaciones de las clases, de las que ¡10 asoma ni el más leve indicio de diferencia racial. La clase privilegiada se llama a sí misma "patricia", es decir, está constituida por las familias de los consejeros, mientras los que gozaban de menos derechos, eran llamados "plebeyos", y constituían la gran multitud. 

Además, las familias no pertenecen a una o a otra clase: había, por ejemplo, Valerios patricios y Valerios plebeyos, como asimismo Cornelios patricios y Cornelios plebeyos, sin que los segundos, los Cornelios y Valerios plebeyos, pertenecieran a familias de libertos (esclavos emancipados), los que acostumbraban asumir el apellido de sus anteriores dueños.

Las diferencias entre las clases estribaban fundamentalmente en las condiciones económicas; mas, como ni la industria, ni el comercio habían alcanzado entonces una extensión notable, aquéllas dependían en máxima parte de la posición política del ciudadano, es decir, de su calidad de funcionario o consejero. Empero, no hay que imaginar a los funcionarios y a los consejeros como dos círculos separados. A consecuencia de la constante colaboración entre el Rey y el Senado, era natural que aquél escogiera a sus empleados de entre el número de los senadores, como aún más tarde estas estrechas relaciones entre funcionarios y senado ejercieron siempre un papel importante y, a menudo, fatal.

En los primeros tiempos, y precisamente hasta que los ciudadanos privilegiados empezaron a explotar su superioridad con una falta absoluta de escrúpulos —sea porque un cierto sentimiento democrático, fundado sobre la tradición, los inducía a observar ciertos límites, sea porque, corno es más probable, aún desconocían necesidades más amplias y los medios para satisfacerlas—, el pueblo, la multitud, aceptó gustoso ese régimen. El campesino romano estaba muy satisfecho de no tener que ocuparse directamente de cada proceso y asunto administrativo, por lo que concedía de muy buena gana a los funcionarios, senadores, caballeros, etc., las indemnizaciones materiales e ideales en cambio de sus prestaciones. 

Pero todo tiene sus límites. Cuando la casta dominante, surgida de la manera que hemos visto, se trocó en una camarilla aristocrática, empezando a explotar conscientemente y con éxito sus ventajas materiales; cuando, sin vacilación alguna, puso sus plenos poderes políticos al servicio de sus intereses económicos y transformó el uso en derecho, reglamentando el derecho público según la medida de sus veleidades de dominación, entonces debió empezar a cundir la oposición de la clase perjudicada, la plebe. El sentimiento de las injusticias, que los gobernantes perpetraban, debió ser tanto más vivo cuanto que la multitud presentía, aunque instintiva y confusamente, que por una prueba extrema de fuerza, el triunfo debía tocarle a ella en razón del número, siempre que el ataque fuera combinado y dirigido según un plan preestablecido. Iba preparándose una lucha grande y encarnizada para la dominación o la esclavitud.

La llamada lucha de clases, es decir, la lucha, entre patricios y plebeyos, llena el período más antiguo de Roma en la extensión que nos es dado inducir de los conocimientos históricos, en cierta medida seguros, de los primeros siglos de la República. De cómo esa lucha se haya desarrollado en la época monárquica, no puede ser definido claramente por la inseguridad de las fuentes de información. Pero que el patriciado alcanzó, justamente bajo la protección de la monarquía, su posición predominante, ha resultado como lo más probable por la naturaleza misma del asunto. En el curso de la evolución la relación de las fuerzas debió seguramente desplazarse alguna vez. Algunas limitaciones del poder real, las que poco a poco lo redujeron a una sombra políticamente insignificante, nos revelan cómo el rey y la nobleza no procedieron siempre de perfecto acuerdo.

El patriciado, como toda aristocracia, tendía a hacer de la monarquía un instrumento para "su propio" ideal político, oponiéndose de la manera más resuelta a las veleidades distintas del poder supremo. Ocurrió así que, para romper la resistencia de la nobleza, hubo acercamientos entre el rey y la multitud, lo que no impidió la victoria final del partido de la nobleza. Lo que se narra acerca del derrocamiento definitivo de la monarquía, no basta para darnos, ni siquiera en sus líneas generales, una clara representación de los acontecimientos. Los cuentos alrededor del soberbio rey Tarquino, que diezma a la nobleza con sentencias de muerte y decretos de expatriación y agobia a la plebe con trabajos forzados, como lo que se refiere de su hijo, aún más soberbio, Sexto, quien violenta a una dama romana, provocando por estos hechos la caída de la monarquía, la institución de la república y el juramento solemne del pueblo de no tolerar más un rey en Roma: todos esos cuentos pertenecen al arsenal de los romances históricos. Lo significativo es, por el contrario, que de la monarquía surgió una República enteramente aristocrática y que la plebe estaba profundamente descontenta con el nuevo orden de cosas.

Inmediatamente después de la expulsión de los reyes, la tradición apunta la primera salida de la plebe ("secessio plebis") de Roma, por lo cual se debería deducir una cierta simpatía de la misma hacia la monarquía, sin que por ello se deba considerar los distintos hechos relatados por la tradición como verdadera historia . La tradición resume, también aquí, en algunos hechos el resultado de un largo desarrollo. Como ocurrió en Atenas según el informe de Aristóteles, hallado en 1889, también en Roma el cambio institucional no fue provocado por una improvisada y violenta revolución, sino que la monarquía fue despojada poco a poco de sus facultades por la instalación de otros poderes, hasta que no le quedaron más que algunas funciones religiosas. Dentro de estos límites, muy modestos por cierto, la monarquía se mantuvo, tanto en Roma como en Atenas, hasta las épocas más recientes.

El traspaso del poder supremo de la monarquía a la nobleza significaba, indudablemente, para los plebeyos un perjuicio. También en este caso la tradición muestra justo sentido al hacer seguir el comienzo de la lucha de clases inmediatamente después del cambio de régimen. Esa lucha duró más de 150 años y terminó con la completa equiparación de los plebeyos. Por lo que se refiere a los detalles de la gran contienda, aquí también hay que tener en cuenta la incertidumbre de la tradición. Acontecimientos horripilantes y conmovedores, que debían magnificar y exaltar el furor y el espíritu de sacrificio de los bandos en pugna, han sido inventados en gran número por ambas partes. Sin embargo, aún dejando de lado todo lo que han imaginado la tradición familiar, la tendencia de partido y la vanidosa retórica de los historiógrafos posteriores, se pueden determinar algunos de los fenómenos de esa lucha, y, ante todo, es posible deducir los objetivos y fines de la secular contienda. Lo mejor será echar, en primer lugar, una mirada a la paz con que se concluyó esa lucha, porque así nos colocaremos sobre una base más firme, la que, a su vez, nos permitirá también un examen retrospectivo del camino recorrido hasta entonces.

Como fecha de terminación de la lucha entre patricios y plebeyos se considera comúnmente el año 367 (a. J. C). En ese año fueron aprobadas las leyes propuestas por los tribunos de la plebe Cayo Licinio Stolo y Lucio Sextio Laterano . Aun cuando transcurrió bastante tiempo antes de que los patricios reconocieran también de hecho el nuevo estado jurídico, por la sanción constitucional de aquellas leyes el triunfo de la plebe estaba definitivamente asegurado y realizada la equiparación jurídica de las dos clases. No es posible que el contenido de esas leyes, en consideración de las circunstancias de aquella época, corresponda al que nos fue trasmitido. Los viejos esbozos eran muy breves y dan el contenido sólo en sus líneas más generales, de manera que la fantasía de los historiadores posteriores pudo encontrar amplio campo para su interpretación. Incapaces de representarse la situación del pasado lejano, dichos historiógrafos han transferido arbitrariamente las condiciones de su época a la lucha entre patricios y plebeyos. Pero no por eso hay que desechar toda la tradición por inservible, sino escoger los elementos realmente dignos de consideración y fe, buscando comprender el significado que ellos encierran.

Las disposiciones de referencia son denominadas, en casi todas las narraciones, leyes licinias - sextias. Nadie —dícese en el primer punto— podrá explotar en su pro- vecho más de 500 yugadas (125 hectáreas) de tierras del Estado ("ager publicus"). Semejante disposición no concuerda, ciertamente, con la pequeña extensión que el territorio del Estado tenía entonces, como, en general, hay que admitir que el llamado "ager publicus" era en aquellos tiempos de dimensiones muy reducidas. Pero lo que debemos retener como cierto es que el problema agrario fue resuelto en forma satisfactoria para la plebe, es decir, que el privilegio de los patricios fue por este lado roto. Y, como en el campo económico, los patricios tuvieron que compartir con los plebeyos su posición, hasta entonces predominante, también en el político. Mientras la suprema magistratura de la república, el consulado, había sido accesible hasta entonces sólo a la nobleza, hasta renunciar a la elección de los cónsules para evitar el posible nombramiento de candidatos plebeyos, la plebe consiguió ahora el acceso al consulado. Más todavía: por una ley, votada entonces o poco después, se le aseguró uno de los dos puestos (1). En tercer lugar, los historiadores informan acerca de un alivio en el pago de las deudas: los intereses hasta entonces pagados debían ser descontados del capital y el resto de la deuda restituido a plazo en los años próximos. Evidentemente, esa disposición no significa otra cosa que la prohibición, con efecto retroactivo, de fijar intereses. Una cuarta disposición, por la que se impone a los grandes terratenientes el empleo, al lado de los esclavos, de cierto número de trabajadores libres, es recordada sólo por una fuente. Dadas las condiciones de entonces, no puede creerse como muy probable el que el proletariado haya querido asegurarse semejante sustento. Por lo demás, el trabajo de los esclavos no pudo haber tenido en aquella época gran importancia. Es, pues, evidente que el referido historiador fue inducido por la legislación social de un período posterior a atribuir aquella medida también a una época anterior.

Sea cuál fuere, esas condiciones de paz nos indican que la lucha entre patricios y plebeyos tuvo carácter esencialmente económico. La admisión al consulado no está de ninguna manera en contra de esta afirmación. El consulado poseía entonces todo el poder ejecutivo, por lo cual la eficacia de las nuevas medidas económicas habría peligrado mucho, si su ejecución hubiese sido confiada exclusivamente a manos patricias. Una garantía verdadera para la estabilidad y duración de las conquistas económicas no se habría podido conseguir, si al mismo tiempo no se hubieran eliminado los privilegios políticos de los patricios.
Ese contenido material, que hemos debido atribuir la lucha entre las dos clases por la naturaleza de la situación y las condiciones de paz que a ella pusieron fin, se ha mantenido en todo el transcurso de la lucha también según las tradiciones. El objeto constante de la magna contienda es la participación de los plebeyos en el "ager publicus", es decir, su pretensión de gozar de las mismas ventajas materiales de que gozaban los patricios en fuerza de sus privilegios políticos. Y éste fue un asunto común de todos los plebeyos, fueran ricos o pobres. La opinión, a menudo manifestada, de que los postulados económicos de los plebeyos pobres y los postulados políticos de los plebeyos ricos hubieran sido entonces juntados para unir a ambas partes en la lucha a favor de pretensiones diversas, presupone que capas acaudaladas no podrían presentar pedidos de índole económica. También los últimos perseguían fines esencialmente económicos, mientras que a los primeros, los plebeyos pobres, no les importaba tanto el acceso a los altos cargos públicos, como ver en estas posiciones a enemigos del patriciado. Pero también el desarrollo ulterior de esta lucha revela la aspiración de defender al pobre contra la prepotencia de los ricos, y aunque este punto interesaba en primer lugar sólo a los plebeyos más pobres, los dos objetos de la lucha —el económico y el político— estaban, sin embargo, indisolublemente unidos. Como opresores, los plebeyos ricos se diferenciaban sensiblemente de los patricios, estando éstos en condición de hacer efectivas sus pretensiones por el peso de su predominio político.

La equiparación en el reparto de la propiedad común ("ager publicus") era, pues, el punto principal en los postulados plebeyos. Al apropiarse del poder político, los patricios se habían procurado también la facultad de disponer de los bienes públicos. En épocas anteriores tal facultad había pertenecido al rey, quien podía hacer uso de ella previa consulta o no de la Asamblea popular. Después de la supresión o limitación del poder real, fueron los cónsules los herederos de esa facultad, mientras las funciones de la Asamblea pasaron, con excepción de algunos casos determinados, al Consejo (Senado). Así que, por lo menos en el primer período de la República, la disposición sobre los bienes fiscales fue un negocio de factores puramente patricios, los cónsules el Senado; con el tiempo tuvieron, es cierto, participación en este negocio también los plebeyos, pero bajo disposiciones que limitaban esencialmente su influencia. A raíz del carácter agrícola de la Comuna romana, tal parcialidad tenía que ser sentida muy duramente por la parte plebeya, tanto más cuanto que los conceptos políticos estaban muy poco desarrollados y no se acostumbraba pensar más que en la ventaja inmediata y personal.

Como hemos visto, la tierra, después de la disolución de las tribus, se había vuelto propiedad privada de las distintas familias, y eso ya en un tiempo en que la extensión del Estado era bastante limitada. Mas desde el momento en que los confines del territorio estadual empezaron a ensancharse progresivamente, debían determinarse cambios y desplazamientos también en las relaciones de posesión. Esas ampliaciones eran sólo raramente el resultado de convenios pacíficos, establecidos amigablemente con comunas limítrofes; en la mayor parte de los casos eran, en cambio, el producto de peleas encarnizadas, en las que estaban en juego la independencia, la libertad y hasta la existencia. Aunque en épocas más lejanas la población sometida, particularmente si pertenecía a la raza itálica, era ordinariamente acogida en la comunidad romana —ciertamente con derechos inferiores, plebeyos—, la tierra de los vencidos era considerada "a priori" propiedad del Estado romano, por lo menos hasta que no se hubiera tratado en Roma acerca de su destino. Hubo casos en que, como ocurrió en la segunda guerra púnica con los habitantes de la capital campana, Capua, se arrebató a los vencidos todo su territorio; mas esa medida cruel era empleada sólo en circunstancias particularmente importantes, pues es evidente que, si se quería acoger a los sojuzgados en la comunidad, no era ciertamente útil destruir previamente su independencia económica.

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Por otra parte, no era tampoco posible dejar intacto el patrimonio de los vencidos. La guerra debía llevar a los vencedores algún éxito material, y éste, por la falta de concepciones políticas y económicas más elevadas, no podía consistir sino en un aumento de sus tierras. 

Normalmente, se limitaba el territorio de los sometidos a los . dos tercios de su extensión anterior, raras veces a la mitad. Sólo cuando la resistencia había sido particularmente tenaz y acompañada de pérdidas extraordinariamente graves para Roma, los triunfadores llegaban a posesionarse hasta de dos tercios del territorio enemigo. La tierra, tomada de esta manera, era luego ordinariamente entregada en propiedad a ciudadanos romanos, transformándose así de estadual en privada. La opinión según la cual las tierras quitadas a los enemigos quedaban propiedad del Estado y se entregaban sólo en arriendo a los ciudadanos, es errónea, pues esto sólo ocurrió mucho más tarde.

Sea como fuere, lo cierto es que con el tiempo, y en aquellas condiciones, se presentaba como ineludible la necesidad del botín, si se quería mantener el viejo orden económico agrario en estado vital. De otro modo el aumento de la población hubiera conducido a tal despedazamiento de los lotes o propiedades rurales, que éstas no habrían podido nutrir ni siquiera a sus dueños. Por esta razón el campesinado romano opuso una resistencia tenaz a tal fraccionamiento, que amenazaba su existencia misma, y en su defensa no encontró otro medio mejor que la ilimitada libertad de testar, libertad que, en cuanto pueden comprobarlo nuestros conocimientos, había existido siempre en Roma. El agricultor tenía, así, el poder de mantener testamentariamente unida la propiedad fundamental y de contar con ella para' que por lo menos un heredero pudiese ser el continuador de la familia. El Derecho romano distingue a este heredero, que queda en posesión de los bienes del testador, y denominado "assiduus", de los demás, quienes gozan de los derechos civiles sólo por su calidad de descendientes de un ciudadano romano ("proletarii", de "proles" = descendencia), mientras que los derechos políticos del primero eran mucho mayores que los de los segundos . La situación de los proletarios tenía que ser en el Estado agrícola, en el que eran muy pocas las posibilidades de ganancias industriales y comerciales, excesivamente precaria, tanto más cuanto que ellos, siendo hijos de agricultores, estaban acostumbrados a trabajos exclusivamente rurales. Por lo tanto, si eran desheredados en favor de un hermano y tenían que abandonar la tierra de sus padres, perdían al mismo tiempo bienes, trabajo y renta, quedándoles sólo la posibilidad de entrar al servicio de extraños como siervos políticamente libres o como clientes. En ambos casos los proletarios tenían todos los motivos de quejarse amargamente por su mala suerte, y tanto más cuanto que veían a sus hermanos, más felices que ellos, dueños absolutos de la heredad paterna. Estas eran, pues, principalmente, las existencias, a quienes el Estado debía" proveer con el botín de guerra. Sí tal expediente, que debe ser procurado mediante tan grandes sacrificios como los que impone la guerra, puede realmente contribuir al bienestar y la paz de la comunidad, eso depende en primer término de la justa división del territorio conquistado. No es posible establecer hasta qué fecha esa división fue efectuada exclusivamente o prevalentemente por los patricios. Pero, aún admitiendo que el derecho de disposición pertenecía, desde los tiempo más lejanos, a la Asamblea popular, no por ello el reparto se efectuaba sin injusticias y parcialidades. No era posible ejercer imparcialmente semejante función en una época políticamente aún atrasada: una multitud soberana es menos apta para tales asuntos que una persona o una comisión consciente de sus responsabilidades. En la Asamblea popular cada uno pensaba en su propio interés. Si conseguía realizar sus pretensiones mediante la ayuda de grupos partidarios o conventículos, se sentía moralmente tranquilo y libre de reproches, a pesar de no haber tenido escrúpulos de ninguna especie. La responsabilidad pertenecía exclusivamente a la mayoría, frente a la cual el voto individual contaba muy poco.

Otro inconveniente estaba en la propia naturaleza de la Constitución romana. La votación en la Asamblea popular era indirecta, es decir, no decidía la mayoría de los ciudadanos, sino la mayoría de los cuerpos ("centurias"). El pueblo votaba en 193 centurias, de las cuales 98, la mayoría absoluta, estaban asignadas a los ciudadanos de la primera clase, los "assidui". Aunque cuando esa organización fue creada, el número de los "assidui" correspondía a su posición cuantitativa en la vida pública, en el transcurso del tiempo la posesión de la tierra fue concentrándose, hasta que la nobleza pudo conseguir una votación decisiva en las 98 centurias, y, por lo tanto, en la Asamblea popular. 

Cuando, pues, en ocasión de la división de las tierras conquistadas, los cónsules y el Senado favorecían a sus compañeros de clase, las centurias aprobaban en seguida tales asignaciones. Por lo contrario, las propuestas de funcionarios iluminados y prudentes, que deseaban, por apego a la paz pública, satisfacer también los pedidos plebeyos, fracasaban ordinariamente por la resistencia de la misma Asamblea popular. Y era raro el caso de que en las centurias se propusiera algo en favor de los plebeyos, por cuanto sólo los cónsules, en aquella época patricios, podían presentar proyectos para la votación y no estaban por ninguna razón obligados a recibir consejos o imposiciones de otros miembros de la comunidad, y tanto menos de los plebeyos.

Así el reparto de tierras, que habría podido y debido establecer el equilibrio social, llevaba consigo solamente materias inflamables y contribuía a enardecer los contrastes de clases. Cuando los proletarios eran hijos de familias patricias, sus compañeros de clase trataban
ñor todos los medios de transformarlos en "assidui", en terratenientes, y posiblemente con una asignación de primera categoría, es decir, 20 jornadas de tierra cultivable Esto era absolutamente necesario para que la nobleza no corriera el riesgo de perder su influencia en la Asamblea de las centurias (Comitia centuriata). La colocación de los proletarios plebeyos estaba, en cambio, arreglada muy mal. La situación debía ser muy grave para que los potentados se decidieran a hacer alguna concesión. La extensión del lote era en estos casos muy pequeña, dado también el número muy grande de los aspirantes. En el gran reparto del territorio de Veji los lotes asignados parece que no superaban las siete jornadas, de modo que los nuevos propietarios fueron todos inscriptos en las 20 centurias de la cuarta categoría, políticamente las menos influyentes. También en ese caso razones políticas y económicas confluían a un mismo fin.

Con el transcurso del tiempo los patricios llevaron la explotación de su predominio político a tal extremo, que del uso o, mejor dicho, abuso hicieron un derecho y declararon a su casta como la única fundamentalmente autorizada para ser dueña del "ager publicus". Ese punto de vista tuvo su expresión más irritante en el hecho de que cuando los proletarios patricios habían ya sido proveídos de tierra, si quedaban disponibles más parcelas, se prefería dejarlas abandonadas como tierras fiscales antes que entregarlas a los plebeyos. En este caso cada patricio tenía el derecho de tomar, como copropietario, en su administración lotes de esas tierras, mientras que tal "derecho de ocupación" no era admitido para los plebeyos. Es cierto que la Comuna podía exigir en cualquier momento la restitución de esas tierras, pero el copropietario - administrador, confiando en el amparo de sus compañeros de clase, sabía muy bien que aquella medida se tomaría sólo en casos de extrema necesidad. Hasta aquel momento el ocupante podía recaudar tranquilamente su renta, teniendo además el privilegio de no pagar impuestos territoriales. Esas tierras estaban, desde los tiempos más antiguos, exentas del impuesto sobre la renta. Sólo más tarde, cuando su ocupación fue admitida también para los plebeyos, el Estado empezó a reclamar parte de la renta. Esa forma de posesión fue entonces aún más provechosa, por el hecho de que a raíz de las guerras victoriosas con las cercanas ciudades etrus-cas, muy especialmente con Veji, los propietarios y ocupantes tuvieron la oportunidad de proveerse también de fuerzas de trabajo muy baratas en forma de esclavos. Mientras en épocas anteriores el gran terrateniente había debido adoptar el sistema del arrendamiento, ahora podía pasar a una explotación mucho más remuneradora. Aunque ni el sistema de ocupación, ni el trabajo servil podían ser muy difundidos en un territorio de 25 millas cuadradas —los informes posteriores reflejan en realidad la extensión de su época—, ellos también contribuyeron a agudizar bastante los contrastes de clase.

A la multitud no le interesaba mucho en aquel entonces el "derecho de ocupación", dada su. exigua capacidad para una amplía explotación de la tierra. De ese derecho hubieran podido aprovecharse sólo los plebeyos más ricos. Para el ciudadano pobre y su clase podía ser útil solamente la asignación de pequeñas fracciones de tierra. La sistemática exclusión de los plebeyos de la participación en el "ager publicus" (tierras fiscales) tenía que arruinar cada vez más al pequeño terrateniente. La población iba creciendo, pero, por otra parte, aumentaba la extensión territorial en manos de los patricios. Los viejos plebeyos caían en situación cada vez más angustiosa, agravada por toda clase de accidentes, como guerras, malas cosechas, exceso de nacimientos, etc. La relación entre la tierra disponible y el número de los ciudadanos iba empeorando, así que muchos campesinos arruinados ya no podían quedarse con su gleba, viéndose obligados a enajenarla al vecino patricio. Así se transformaban en proletarios, no solamente en el sentido romano de la palabra, sino también en el sentido moderno.

Como en la agricultura, los plebeyos tampoco podían competir con los patricios en la ganadería. Como en todas partes, especialmente en aquel nivel de cultura, los campos de pastoreo eran también en Roma propiedad de la Comuna. El principio fundamental, según el cual ésta pertenece sólo a los patricios, hacía imposible para los plebeyos el aprovechamiento de aquellos campos. En el comienzo la situación ha sido también aquí más de hecho que de derecho. Los rebaños cada vez más crecientes de los grandes terratenientes, custodiados por pastores atrevidos, que no se arredraban ante el empleo de la violencia, iban suplantando poco a poco a las cabezas de ganado de los pequeños agricultores, quienes no podían lanzarse a la lucha con el poderoso adversario patricio. Además, sus campos particulares eran demasiado pequeños para una cría algo provechosa del ganado, de manera que tampoco en esta dirección se vislumbraba algún camino de salvación para la capa de los pequeños agricultores.

Las consecuencias de semejante calamidad agraria se hicieron sentir en medida muy alta. Antes que el campesino, para el cual más que para cualquier otro los conceptos de trabajo y propiedad se complementan, se decida a abandonar la tierra, busca por todos los medios aplazar la catástrofe, aun cuando la haya cien veces considerado como inevitable y el aplazamiento le acarree mayores privaciones y embarazos. Ante todo pide préstamos, y está dispuesto a aceptar todas las condiciones del prestamista, si por este medio puede procurarse alivio, aunque momentáneo. Lo que en este terreno ocurría en la antigüedad, no difiere en nada de lo que pasa hoy; al contrario, la terquedad del campesino romano encuentra apenas su igual en los tiempos modernos.

Las condiciones del crédito eran muy distintas de las de hoy. El dinero ejercía en las relaciones de entonces una función muy modesta. Se empezó a acuñar moneda por primera vez durante las luchas entre las clases. Antes la población se había conformado con lingotes de cobre bruto y con el más viejo medio de cambio, propio de todos los pueblos pastores: el ganado ("pecus"). En un pueblo de pequeños agricultores, sin industria notable ni comercio exterior, era muy limitada la necesidad de dinero. Aun en época muy posterior era considerado un mal padre de familia el que adquiriera lo que se podía confeccionar en casa, por lo cual no sólo los medios de nutrición, sino también las vestimentas, calzados, etc., eran producidos casi exclusivamente por los consumidores mismos. En la situación del pequeño agricultor no podía tratarse al principio sino de créditos en especie. El campesino plebeyo recibía en préstamo de su vecino patricio rico semillas, ganado reproductor o de trabajo u otras cosas, y prometía restituir lo prestado en un plazo determinado, junto con una cantidad adicional. No se debe suponer que esa cantidad adicional fuera particularmente alta, usuraria; pero un accidente imprevisto y adverso —una epizootia, el granizo, una guerra—, colocaba al deudor en la condición de no poder satisfacer sus obligaciones. En este caso el pobre campesino lo pasaba muy mal, por cuanto el acreedor podía disponer de sus bienes y de él mismo a su completo antojo, sin que ningún poder del Estado pudiera intervenir. La legislación romana sobre las deudas era, desde el punto de vista humanitario, algo monstruoso. No tenía en cuenta ninguna consideración de orden personal; se basaba, en cambio, unilateral y exclusivamente, en principios materiales. El mínimo título de propiedad o posesión del acreedor valía mucho más que la existencia económica y hasta la vida del deudor insolvente. Es verdad que a consecuencia de esa concepción literal estaba perdida también la causa del acreedor, sí las constancias del procedimiento diferían, aunque en proporción insignificante, de la exposición de la misma. Empero, fundamentalmente, el deudor tenía que sufrir mucho por esa legislación, mientras que el acreedor podía, con un ñoco de precaución, evitar cualquier perjuicio.

Que semejante derecho debitorial haya sido incluido en el Derecho territorial romano en su más antigua codificación, es una prueba harto elocuente de la forma y violencia de las luchas de entonces. Si el deudor se sentía satisfecho por la protección que tal codificación podía asegurarle contra los abusos, fácil es comprender cuál debía ser la situación anterior, cuando la crueldad de la ley era agravada por excesos arbitrarios.

El antiguo Derecho territorial romano no conocía propiamente el concepto de préstamo. Antes bien, se estipulaba bajo la forma de compra. Quien grava su fundo, lo vende formalmente a su acreedor, de cuya buena voluntad depende que el deudor quede en posesión de su predio y prosiga su explotación. Sí el deudor devuelve el préstamo en la fecha convenida, rescata, por ese acto, del acreedor su anterior propiedad. Empero, esta es la forma más benigna, posible solamente si el deudor no ha perdido el derecho de propiedad por obligaciones precedentes. Pero, ¿qué ocurre cuando ya no está en condición de ofrecer tal garantía? Entonces el único objeto precioso que aún posee es su propia persona, su libertad, su vida. Y, realmente, en este caso el deudor vende, según el rígido derecho romano, en el acto de recibir el préstamo, su persona al acreedor. Si en el plazo establecido no está en condición de pagar el capital y los intereses, su persona pertenece de hecho al acreedor. El Derecho territorial contiene para esos casos una atenuante: el acreedor debe hacer conocer públicamente la situación apremiante del deudor y esperar 60 días si acaso se encuentre alguna persona piadosa que esté dispuesta a pagar la deuda. Transcurrido ese plazo sin resultado alguno, ya nada impedía al acreedor efectuar lo que la ley preveía. Podía disponer de la persona del deudor a su antojo: hacerlo trabajar como siervo en sus tierras o venderlo como esclavo en el exterior, en Etruria, porque en el interior del Lacio el latino nativo conservaba siempre su libertad política. Pero si el deudor era un hombre viejo, inservible, cuyas prestaciones no cubrían los gastos de sustento y de cuya venta no se obtenía suma alguna, el acreedor podía en ese caso hasta matarlo. Un deudor insolvente era considerado como una cosa cualquiera, lo que resulta muy claramente de esta singular disposición: habiendo varios acreedores, éstos tenían el expreso derecho de dividirse el cadáver del deudor. Sólo cuando los plebeyos hubieron conseguido la equiparación política, ese bárbaro derecho pudo ser eliminado por vía legislativa.

De todo lo antedicho resulta, pues, que a raíz de la unilateralidad del sistema agrario, las condiciones de existencia para la gran masa de los plebeyos económicamente débiles debían volverse cada vez más desfavorables con el ensanche del territorio estadual. Y como circunstancia particularmente agravante hay que tener en cuenta el estado de guerra, en aquellos tiempos primitivos naturalmente más frecuente que en los períodos más sangrientos de la edad media. Después de lo que se ha dicho acerca de la favorable situación geográfica de Roma y de sus relativamente ricas fuentes de recursos, se comprende fácilmente que elvla suscitara continuamente los apetitos no sólo de los vigorosos pueblos de las montañas, sino también de los vecinos etruscos y hasta de los mismos hermanos latinos. El pequeño agricultor no podía, seguramente, hacer frente a tal estado de cosas, que amenazaba con arruinar hasta la existencia del rico terrateniente. Su campo era labrado durante la guerra muy deficientemente y al cabo asolado por los enemigos; además, tenía que contribuir a los gastos de guerra en proporción a la extensión de sus posesiones. Y como no todas las guerras resultaban victoriosas, no se podía conseguir siempre indemnización por los sacrificios hechos. La misma tradición romana, en muchos aspectos tan embellecida, admite una larga serie de derrotas.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Los Nueve Libros de la Historia. Heródoto de Halicarnaso

Los Nueve Libros de la Historia. Heródoto de Halicarnaso.
Libro I

Clio

Rapto de lo, Europa, Medea y Helena. -Expedición de los Griegos contra Troya. -El imperio de los Heraclidas pasa a manos de Gyges. -Su descendencia: Ardys, Sadyates, Alyates. -Guerra contra los de Mileto. -Fábula de Arion. Creso conquista algunos pueblos de Grecia, despide a Solon de su corte y es castigado con la muerte de su hijo. Consulta a los oráculos sobre la guerra de Persia, y envía dones a Delfos. Deseando aliarse con el imperio más poderoso de Grecia, vacila entre los Atenienses y Lacedemonios. -Estado de ambas naciones, dominada la primera por el tirano Pisistrato, y la segunda en guerra con los de Tegea. -Decídese Creso por los Lacedemonios; hace alianza con ellos y marcha en seguida contra los Persas: pasa el río Halys, pelea con Ciro en Pteria y se retira a Sardes, donde sitiado, y en breve prisionero de los Persas, se libera de la muerte milagrosamente. -Respuesta del oráculo a sus increpaciones. -Costumbres, historia y monumentos de los Lydios. Origen del imperio de los Medos. -Política de Dejoces para subir al poder: su descendencia: Fraortes, Cyaxares, Astyages. Aventuras de Ciro durante su niñez, su abandono, reconocimiento y venganza contra Astyages, a quien destrona, haciendo triunfar a los Persas de los Medos. -Religión de los Persas, sus leyes y costumbres. -Guerra de Ciro contra los lonios, historia de éstos y preparativos para resistirle. -Sublevación de los Lydios contra Ciro instigados por Pactias. -Derrota y conquista de los lonios y otros pueblos de Grecia por Harpago, entretanto que Ciro sujeta a Asia superior, yen especial la Asiria. -Descripción de Babilonia, asedio y toma aquella ciudad. Costumbres de los Babilonios. -Desea Ciro conquistar a los Masagetas: rehusando Tomyris, su reina, casarse con él, toma pretexto de esta repulsa para invadir el país, y después de una victoria parcial es vencido y muerto.
La publicación 3 que Herodoto de Halicarnaso va a presentar de su historia, se dirige principalmente a que no llegue a desvanecerse con el tiempo la memoria de los hechos públicos de los hombres, ni menos a oscurecer las grandes y maravillosas hazañas, así de los Griegos, como de los bárbaros4• Con este objeto refiero una infinidad de sucesos varios e interesantes, y expone con esmero las causas y motivos de las guerras que se hicieron mutuamente los unos a los otros. 

. La gente más culta de Persia y mejor instruida en la historia, pretende que los fenicios fueron los autores primitivos de todas las discordias que se suscitaron entro los griegos y las demás naciones. Habiendo aquellos venido del mar Erithreo al nuestro, se establecieron en la misma región que hoy ocupan, y se dieron desde luego al comercio en sus largas navegaciones. Cargadas sus naves de géneros propios del Egipto y de la Asiria, uno de los muchos y diferentes lugares donde aportaron traficando fue la ciudad de Argos, la principal y más sobresaliente de todas las que tenía entonces aquella región que ahora llamamos Helade7•
Los negociantes fenicios, desembarcando sus mercaderías, las expusieron con orden a pública venta. Entre las mujeres que en gran número concurrieron a la playa, fue una la joven 108, hija de Inacho, rey de Argos, a la cual dan los Persas el mismo nombre que los Griegos. Al quinto o sexto día de la llegada de los extranjeros, despachada la mayor parte de sus géneros y hallándose las mujeres cercanas a la popa, después de haber comprado cada una lo que más excitaba sus deseos, concibieron y ejecutaron los Fenicios el pensamiento de robarlas. En efecto, exhortándose unos a otros, arremetieron contra todas ellas, y si bien la mayor parte se les pudo escapar, no cupo esta suerte a la princesa, que arrebatada con otras, fue metida en la nave y llevada después al Egipto, para donde se hicieron luego a la vela. 

11. Así dicen los Persas que lo fue conducida al Egipto, no como nos lo cuentan los griegos9, y que este fue el principio de los atentados públicos entre Asiáticos y Europeos, mas que después ciertos Griegos (serían a la cuenta los Cretenses, puesto que no saben decimos su nombre), habiendo aportado a Tiro en las costas de Fenicia, arrebataron a aquel príncipe una hija, por nombre EuropalO, pagando a los Fenicios la injuria recibida con otra equivalente. 

Añaden también que no satisfechos los Griegos con este desafuero, cometieron algunos años después otro semejante; porque habiendo navegado en una nave largall hasta el río Fasis, llegaron a Ea en la Colchida, donde después de haber conseguido el objeto principal de su viaje, robaron al Rey de Calcos una hija, llamada Medea12• Su padre, por medio de un heraldo que envió a Grecia, pidió, juntamente con la satisfacción del rapto, que le fuese restituida su hija; pero los Griegos
contestaron, que ya que los Asiáticos no se la dieran antes por el robo de lo, tampoco la darían ellos por el de Medea.
III. Refieren, además, que en la segunda edad13 que siguió a estos agravios, fue cometido otro igual por Alejandro, uno de los hijos de Príamo. La fama de los raptos anteriores, que habían quedado impunes, inspiró a aquel joven el capricho de poseer también alguna mujer ilustre robada de la Grecia, creyendo sin duda que no tendría que dar por esta injuria la menor satisfacción. En efecto, robó a Helenal4, y los griegos acordaron enviar luego embajadores a pedir su restitución y que se les pagase la pena del rapto. Los embajadores declararon la comisión que traían, y se les dio por respuesta, echándoles en cara el robo de Medea, que era muy extraño que no habiendo los Griegos por su parte satisfecho la injuria anterior, ni restituido la presa, se atreviesen a pretender de nadie la debida satisfaccion para sí mismos. 

IV. Hasta aquí, pues, según dicen los Persas, no hubo más hostilidades que las de estos raptos mutuos, siendo los Griegos los que tuvieron la culpa de que en lo sucesivo se encendiese la discordia, por haber empezado sus expediciones contra el Asia primero que pensasen los Persas en hacerlas contra la Europa. En su opinión, esto de robar las mujeres es a la verdad una cosa que repugna a las reglas de la justicia; pero también es poco conforme a la cultura y civilización el tomar con tanto empeño la venganza por ellas, y por el contrario, el no hacer ningún caso de las arrebatadas, es propio de gente cuerda y política, porque bien claro está que si ellas no lo quisiesen de veras nunca hubieran sido robadas.
Por esta razón, añaden los Persas, los pueblos del Asia miraron siempre con mucha frialdad estos raptos mujeriles, muy al revés de los Griegos, quienes por una hembra lacedemonia juntaron un ejército numerosísimo, y pasando al Asia destruyeron el reino de Príamol5; época fatal del odio con que miraron ellos después por enemigo perpetuo al nombre griego. Lo que no tiene duda es que al Asia y a las naciones bárbaras que la pueblan, las miran los Persas como cosa propia suya, reputando a toda la Europa, y con mucha particularidad a la Grecia, como una región separada de su dominio. 

V. Así pasaron las cosas, según refieren los Persas, los cuales están persuadidos de que el origen del odio y enemistad para con los Griegos les vino de la toma de Troya. Mas, por lo que hace al robo de lo, no van con ellos acordes los Fenicios, porque éstos niegan haberla conducido al Egipto por vía de rapto, y antes bien, pretenden que la joven griega, de resultas de un trato nimiamente familiar con el patrón de la nave; como se viese con el tiempo próxima a ser madre, por el rubor que tuvo de revelará sus padres su debilidad, prefirió voluntariamente partirse con los Fenicios, a da de evitar de este modo su pública deshonra.
Sea de esto lo que sea, así nos lo cuentan al menos los Persas y Fenicios, y no me meteré yo a decidir entre ellos, inquiriendo si la cosa pasó de este o del otro modo. Lo que sí haré, puesto que según noticias he indicado ya quién fue el primero que injurió a los Griegos, será llevar adelante mi historia, y discurrir del mismo modo por los sucesos de los Estados grandes y pequeños, visto que muchos, que antiguamente fueron grandes, han venido después a ser bien pequeños, y que, al contrario, fueron antes pequeños los que se han elevado en nuestros días a la mayor grandeza. Persuadido, pues, de la inestabilidad del poder humano, y de que las cosas de los hombres nunca permanecen constantes en el mismo ser, próspero ni adverso, hará, como digo, mención igu~mente de unos Estados y de otros, grandes y pequeños. 

VI. Creso, de nación lydio e hijo de Alyattes, fue señor o tirano de aquellas gentes que habitan de esta parte del Halys, que es un río, el cu~ corriendo de Mediodía a Norte y pasando por entre los, Sirios y Pafiagonios, va a desembocar en el ponto que llaman Euxino. Este Creso fue, a lo que yo alcanzo, el primero entre los bárbaros que conquistó algunos pueblos de los Griegos, haciéndolos sus tributarios, y el primero también que se ganó a otros de la misma nación y los tuvo por amigos. Conquistó a los Jonios, a los Eolios y a los Dorios, pueblos todos del Asia menor, y ganóse por amigos a los Lacedemonios. Antes de su reinado los Griegos eran todos unos pueblos libres o independientes, puesto que la invasión que los Cimmerios hicieron anteriormente en la Jonia fue tan solo una correría de puro pillaje, sin que se llegasen a apoderar de los puntos fortificados, ni a enseñorearse del país.

VII. El imperio que antes era de los Heraclidas, pasó a la familia de Creso, descendiente de los Mérmnadas, del modo que vaya decir. Candaules, hijo de Myrso, a quien por eso dan los Griegos el nombre de Myrsilo, fue el último soberano de la familia de los Heraclidas que reinó en Sardes, habiendo sido el primero Argon, hijo de Nino, nieto de Belo y biznieto de Alceo el hijo de Hércules.
Los que reinaban en el país antes de Argon, eran descendientes de Lydo, el hijo de Atys; y por esta causa todo aquel pueblo, que primero se llamaba Meon, vino después a llamarse Lydio. El que los Heraclidas descendientes de Hércules y de una esclava de Yardano se quedasen con el mando que hablan recibido en depósito de mano del último sucesor de los descendientes de Lydo, no fue sino en virtud y por orden de un oráculo. Los Heraclidas reinaron en aquel pueblo por espacio de quinientos cinco años, con la sucesión de veintidos generaciones, tiempo en que fue siempre pasando la corona de padres a hijos, hasta que por último se ciñeron con ella las sienes de Candaules. 

VIII. Este monarca perdió la corona y la vida por un capricho singular. Enamorado sobremanera de su esposa, y creyendo poseer la mujer más hermosa del mundo, tomó una resolución a la verdad bien impertinente. Tenía entre sus guardias un privado de toda su confianza llamado Gyges, hijo de Dáscylo, con quien solía comunicar los negocios más serios de Estado. Un día, muy de propósito se puso a encarecede y levantar hasta las estrellas la belleza extremada de su mujer, y no pasó mucho tiempo sin que el apasionado Candaules (como que estaba decretada por el cielo su fatal ruina) hablase otra vez a Gyges en estos términosl8: -«Veo, amigo, que por más que te lo pondero, no quedas bien persuadido de cuán hermosa es mi mujer, y conozco que entre los hombres se da menos crédito a los oídos que a los ojos. Pues bien, yo haré de modo que ella se presente a tu vista con todas sus gracias, tal corno Dios la hizo.» Al oír esto Gyges, exclama lleno de sorpresa: -«¿Qué discurso, señor, es este, tan poco cuerdo y tan desacertado? ¿me mandaréis por ventura que ponga los ojos en mi Soberana? No, señor; que la mujer que se despoja una vez de su vestido, se despoja con él de su recato y de su honor. Y bien sabéis que entre las leyes que introdujo el decoro público, y por las cuales nos debemos conducir, hay una que prescribe que, contento cada uno con lo suyo, no ponga los ojos en lo ajeno. Creo fijamente que la Reina es tan perfecta como me la pintáis, la más hermosa del mundo; y yo os pido encarecidamente que no exijáis de mí una cosa tan fuera de razón.» 

XI. Con tales expresiones se resistía Gyges, horrorizado de las consecuencias que el asunto pudiera tener; pero Candaules replicóle así: -«Anímate, amigo, y de nadie tengas recelo. No imagines que yo trate de hacer prueba de tu fidelidad y buena correspondencia, ni tampoco temas que mi mujer pueda causarte daño alguno, porque yo lo dispondré todo de manera que ni aun sospeche haber sido vista por ti. Yo mismo te llevaré al cuarto en que dormimos, te ocultaré detrás de la puerta, que estará abierta. No tardará mi mujer en venir a desnudarse, y en una gran silla, que hay inmediata a la puerta, irá poniendo uno por uno sus vestidos, dándote entre tanto lugar para que la mires muy despacio y a toda tu satisfacción. Luego que ella desde su asiento volviéndote las espaldas se venga conmigo a la cama, podrás tú escaparte silenciosamente y sin que te vea salir.»
X. Viendo, pues, Gyges que ya no podía huir del precepto, se mostró pronto a obedecer. Cuando Candaules juzga que ya es hora de irse a dormir, lleva consigo a Gyges a su mismo cuarto, y bien presto comparece la Reina. Gyges, al tiempo que ella entra y cuando va dejando después despacio sus vestidos, la contempla y la admira, hasta que vueltas las espaldas se dirige hacia la cama. Entonces se sale fuera, pero no tan a escondidas que ella no le eche de ver. Instruida de lo ejecutado por su marido, reprime la voz sin mostrarse avergonzada, y hace como que no repara en ellol9; pero se resuelve desde el momento mismo a vengarse de Candaules, porque no solamente entre los Lydios, sino entre casi todos los bárbaros, se tiene por grande infamia el que un hombre se deje ver desnudo, cuanto más una mujer. 

XI. Entretanto, pues, sin darse por entendida, estúvose toda la noche quieta y sosegada; pero al amanecer del otro día, previniendo a ciertos criados, que sabía eran los más leales y adictos a su persona, hizo llamar a Gyges, el cual vino inmediatamente sin la menor sospecha de que la Reina hubiese descubierto nada de cuanto la noche antes había pasado, porque bien a menudo solía presentarse siendo llamado de orden suya. Luego que llegó, le habló de esta manera: -«No hay remedio, Gyges; es preciso que escojas, en los dos partidos que vaya proponerte, el que más quieras seguir. Una de dos: o me has de recibir por tu mujer, y apoderarte del imperio de los Lydios, dando muerte a Candaules, o será preciso que aquí mismo mueras al momento, no sea que en lo sucesivo le obedezcas ciegamente y vuelvas a contemplar lo que no te es lícito ver. No hay más alternativa que esta; es forzoso que muera quien tal ordenó, o aquel que, violando la majestad y el decoro, puso en mí los ojos estando desnuda.»
Atónito Gyges, estuvo largo rato sin responder, y luego la suplicó del modo más enérgico no quisiese obligarle por la fuerza a escoger ninguno de los dos extremos. Pero viendo que era imposible disuadida, y que se hallaba realmente en el terrible trance o de dar la muerte por su mano a su señor, o de recibirla él mismo de mano servil, quiso más matar que morir, y la preguntó de nuevo: -«Decidme, señora, ya que me obligáis contra toda mi voluntad a dar la muerte a vuestro esposo, ¿cómo podremos acometerle? -¿Cómo? le responde ella, en el mismo sitio que me prostituyó desnuda a tus ojos; allí quiero que le sorprendas dormido.» 

XII. Concertados así los dos y venida que fue la noche, Gyges, a quien durante el día no se le perdió nunca de vista, ni se le dio lugar para salir de aquel apuro, obligado sin remedio a matar a Candaules o morir, sigue tras de la Reina, que le conduce a su aposento, le pone la daga en la mano, y le oculta detrás de la misma puerta. Saliendo de allí Gyges, acomete y mata a Candaules dormido; con lo cual se apodera de su mujer y del reino juntamente: suceso de que Archilocho Paria, poeta contemporáneo, hizo mención en sus Jambos trímetroio.
XIII. Apoderado así Gyges del reino, fue confirmado en su posesión por el oráculo de Delfos. Porque como los lydios, haciendo grandísimo duelo del suceso trágico de Candaules, tomasen las armas para su venganza, juntáronse con ellos en un congreso los partidarios de Gyges, y quedó convenido que si el oráculo declaraba que Gyges fuese rey de los Lidias, reinase en hora buena, pera si no, que se restituyese el mando a los Heraclidas. El oráculo otorgó a Gyges el reino, en el cual se consolidó pacíficamente, si bien no dejó la Pythia21 de añadir, que se reservaba a los Heraclidas su satisfacción y venganza, la cual alcanzaría al quinto descendiente de Gyges; vaticinio de que ni los Lydios ni los mismos reyes después hicieron caso alguno, hasta que con el tiempo se viera realizado. 

XIV. De esta manera, vuelvo a decir, tuvieron los Mermnadas el cetro que quitaron a los Heraclidas. El nuevo soberano se mostró generoso en los regalos que envió a Delfos; pues fueron muchísimas ofrendas de plata, que consagró en aquel templo con otras de oro, entre las cuales merecen particular atención y memoria seis pilas o tazas grandes de oro macizo del peso de treinta talentos22, que se conservan todavía en el tesoro de los Corintios; bien que, hablando con rigor, no es este tesoro de la comunidad de los Corintios, sino de Cipselo el hijo de Eetion.
De todos los bárbaros, al lo menos que yo sepa, fue Gyges el primero que después de Mydas, rey de la Frigia e hijo de Gordias, dedicó sus ofrendas en el templo de Delfos, habiendo Mydas ofrecido antes allí mismo su trono real (pieza verdaderamente bella y digna de ser vista), donde sentado juzgaba en público las causas de sus vasallos, el cual se muestra todavía en el mismo lugar en que las grandes tazas de Gyges. Todo este oro y plata que ofreció el rey de Lydia es conocido bajo el nombre de las ofrendas gygadas, aludiendo al de quien las regaló. Apoderado del mando este monarca, hizo una expedición contra Mileto, otra contra Smyrna, y otra contra Colofon, cuya última plaza tomó a viva fuerza. Pero ya que en el largo espacio de treinta y ocho años que duró su reinado ninguna otra hazaña hizo de valor, contentos nosotros con lo que llevamos referido, lo dejaremos aquí. 

XV. Su hijo y sucesor Ardys rindió con las armas a Prinea, y pasó con sus tropas contra Mileto. Durante su reinado, los Cimmerios23, viéndose arrojar de sus casas y asientos por los Escitas nómades, pasaron al Asia menor, y rindieron con las armas a la ciudad de Sardes, si bien no llegaron a tomar la ciudadela.
XVI. Después de haber reinado Ardys cuarenta y nueve años, tomó el mando su hijo Sadyattes, que lo disfrutó doce, y lo dejó a Alyattes. Este hizo la guerra a Cyaxares, uno de los descendientes de Dejoces, y al mismo tiempo a los Medos: echó del Asia menor a los Cimmerios, tomó a Smyrna, colonia que era de Colofon, y llevó sus armas contra la ciudad de Clazómenas; expedición de que no salió como quisiera, pues tuvo que retirarse con mucha pérdida y descalabro. 

XVII. Sin embargo, nos dejó en su reinado otras hazañas bien dignas de memoria; porque llevando adelante la guerra que su padre emprendiera contra los de Mileto, tuvo sitiada la ciudad de un modo nuevo particular. Esperaba que estuviesen ya adelantados los frutos en los campos, y entonces hacía marchar su ejército al son de trompetas y flautas que tocaban hombres y mujeres. Llegando al territorio de Mileto, no derribaba los caseríos, ni los quemaba, ni tampoco mandaba quitar las puertas y ventanas. Sus hostilidades únicamente consistían en talar los árboles y las mieses, hecho lo cual se retiraba, porque veía claramente que siendo los Milesios dueños del mar, sería tiempo perdido el que emplease en bloquear los por tierra con sus tropas. Su objeto en perdonar a los caseríos no era otro sino hacer que los Milesios, conservando en ellos donde guarecerse, no dejasen de cultivar los campos, y con esto pudiese él talar nuevamente sus frutos.
XVIII. Once años habían durado las hostilidades contra Mileto; seis en tiempo de Sadyattes, motor de la guerra, y cinco en el reinado de Alyattes, que llevó adelante la empresa con mucho tesón y empeño. Dos veces fueron derrotados los Milesios, una en la batalla de Limenio, lugar de su distrito, y otra en las llanuras del Meandro. Durante la guerra no recibieron auxilios de ninguna otra de las ciudades de la Jonia, sino de los de Chio, que fueron los únicos que, agradecidos al socorro que habían recibido antes de los Milesios en la guerra que tuvieron contra los Erythréos, salieron ahora en su ayuda y defensa. 

XIX. Venido el año duodécimo y ardiendo las mieses encendidas por el enemigo, se levantó de repente un recio viento que llevó la llama al templo de Minerva Assesia, el cual quedó en breve reducido a cenizas. Nadie hizo caso por de pronto de este suceso; pero vueltas las tropas a Sardes, cayó enfermo Alyattes, y retardándose mucho su curación, resolvió despachar sus diputados a Delfos, para consultar al oráculo sobre su enfermedad, ora fuese que aluno se lo aconsejase, ora que él mismo creyese conveniente consultar al Dios acerca de su mal. Llegados los embajadores a Delfos, les intimó la Pythia que no tenían que esperar respuesta del oráculo, si primero no reedificaban el templo de Minerva, que dejaron abrasar en Asseso, comarca de Mileto. 

xx. Yo sé que pasó de este modo la cosa, por haberla oído de boca de los Delfios. Añaden los de Mileto, que Periandro, hijo de Cypselo, huésped y amigo íntimo de Thrasybulo, que a la sazón era señor de Mileto, tuvo noticia de la, respuesta que acababa de dar la sacerdotisa de Apolo, y por medio de un enviado dio parte de ella a Thrasybulo, para que informado, y valiéndose de la ocasión, viese de tomar algún expediente oportuno.
XXI. Luego que Alyattes tuvo noticia de lo acaecido en Delfos, despachó un rey de armas a Mileto, convidando a Thrasybulo y a los Milesios con un armisticio por todo el tiempo que él emplease en levantar el templo abrasado. Entretanto, Thrasybulo, prevenido ya de antemano y asegurado de la resolución que quería tomar Alyattes, mandó que recogido cuanto trigo había en la ciudad, así el público como el de los particulares, se llevase todo al mercado, y al mismo tiempo ordenó por un bando a los Milesios, que cuando él les diese la señal, al punto todos ellos, vestidos de gala, celebrasen sus festines y convites con mucho regocijo y algazara. 

XXII. Todo esto lo hacía Thrasybulo con la mira de que el mensajero Lydio, viendo por tina parte los montones de trigo, y por otra la alegría del pueblo en sus fiestas y banquetes, diese cuenta de todo a Alyattes cuando volviese a Sardes después de cumplida su comisión. Así sucedió efectivamente; y Alyattes, que se imaginaba en Mileto la mayor y a los habitantes sumergidos en la última miseria, oyendo de boca de su mensajero todo lo contrario de lo que esperaba, tuvo por acertado concluir la paz con la sola condición de que fuesen las dos naciones amigas y aliadas. Alyattes, por un templo quemado, edificó dos en Asseso a la diosa Minerva, y convaleció de su enfermedad. Este fue el curso y el éxito de la guerra que Alyattes hizo a Thrasybulo y a los ciudadanos de Mileto. 

XXIII. A Periandro, de quien acabo de hacer mención, por haber dado a Thrasybulo el aviso acerca del oráculo, dicen los Corintios, yen lo mismo convienen los de Lesbos, que siendo señor de Corinto, le sucedió la más rara y maravillosa aventura: quiero decir la de Arion, natural de Methymna, cuando fue llevado a Ténaro sobre las espaldas de un delfín. Este Arion era uno de los más famosos músicos citaristas de su tiempo, y el primer poeta dityrámbico de que se tenga noticia; pues él fue quien inventó el dityramb024, y dándole este nombre lo enseñó en Corinto. 

XXIV. La cosa suele contarse así: Arion, habiendo vivido mucho tiempo en la corte al servicio de Periandro, quiso hacer un viaje a Italia y a Sicilia, como efectivamente lo ejecutó por mar; y después de haber juntado allí grandes riquezas, determinó volverse a Corinto. Debiendo embarcarse en Tarento, fletó un barco corintio, porque de nadie se fiaba tanto como de los hombres de aquella nación. Pero los marineros, estando en alta mar, formaron el designio de echarle al agua, con el fin de apoderarse de sus tesoros. Arion entiende la trama, y les pide que se contenten con su fortuna, la cual les cederá muy gustosa con tal de que no le quiten la vida. Los marineros, sordos a sus ruegos, solamente le dieron a escoger entre matarse con sus propias manos, y así lograría ser sepultado después en tierra, o arrojarse inmediatamente al mar. Viéndose Arion reducido a tan estrecho apuro, pidióles por favor le permitieran ataviarse con sus mejores vestidos, y entonar antes de morir una canción sobre la cubierta de la nave, dándoles palabra de matarse por su misma mano luego de haberla concluido. Convinieron en ello los Corintios, deseosos de disfrutar un buen rato oyendo cantar al músico más afamado de su tiempo; y con este fin dejaron todos la popa y se vinieron a oirle en medio del barco. Entonces el astuto Arion, adornado maravillosamente y puesto el pie sobre la cubierta con la cítara en la mano, cantó una composición melodiosa, llamada el Nomo orthio, y habiéndola concluido, se arrojó de repente al mar. Los marineros, dueños de sus despojos continuaron su navegación a Corinto, mientras un delfín (según nos cuentan) tomó sobre sus espaldas al célebre cantor y lo condujo salvo a Ténaro. Apenas puso Arion en tierra los pies, se fue en derechura a Corinto vestido con el mismo traje, y refirió lo que acababa de suceder.
Periandro, que no daba entero crédito al cuento de Arion, aseguró su persona y le tuvo custodiado hasta la llegada de los marineros. Luego que ésta se verificó, los hizo comparecer delante de sí, y les preguntó si sabrían darle alguna noticia de Arion. Ellos respondieron que se hallaba perfectamente en Italia, y que lo habían dejado sano y bueno en Tarento. Al decir esto, de repente comparece a su vista Arion, con los mismos adornos con que se había precipitado en el mar; de lo que, aturdidos ellos, no acertaron a negar el hecho y quedó demostrada su maldad. Esto es lo que refieren los Corintios y Lesbios; y en Ténaro se ve una estatua de bronce, no muy grande, en la cual es representado Arion bajo la figura de un hombre montado en un delfín. 

XXV. Volviendo a la historia, dirá que Alyattes dio fin con su muerte a un reinado de cincuenta y siete años, y que fue el segundo de su familia que contribuyó a enriquecer el templo de Delfos; pues en acción de gracias por haber salido de su enfermedad, consagró un gran vaso de plata con su basera de hierro colado, obra de Glauco, natural de Chio (el primero que inventó la soldadura de hierro), y la ofrenda más vistosa de cuantas hay en Delfos. 

XXVI. Por muerte de Alyatte; entró a reinar su hijo Creso a la edad de treinta y un años, y tornando las armas, acometió a los de Efeso, y sucesivamente a los demás Griegos. Entonces fue criando los Efesios, viéndose por él sitiados, consagraron su ciudad a Diana, atando desde su templo una soga que llegase hasta la muralla, siendo la distancia no menos que de siete estadios25, pues a la sazón la ciudad vieja, que fue la sitiada, distaba tanto del templo. El monarca lydio hizo después la guerra por su turno a los Jonios ya los Eolios, valiéndose de diferentes pretextos, algunos bien frívolos, y aprovechando todas las ocasiones de engrandecerse. 

XXVII. Conquistados ya los Griegos del continente del Asia y obligados a pagarle tributo, formó de nuevo el proyecto de construir una escuadra y atacar a los isleños, sus vecinos. Tenía ya todos los materiales a punto para dar principio a la construcción, cuando llegó a Sardes Biante el de Priena, según dicen algunos, o según dicen otros, Pitaco el de Mitylene. Preguntado por Creso si en la Grecia había algo de nuevo, respondió que los isleños reclutaban hasta diez mil caballos, resueltos a emprender una expedición contra Sardes. Creyendo Creso que se le decía la verdad sin disfraz alguno: -«¡Ojalá, exclamó, que los dioses inspirasen a los isleños el pensamiento de hacer una correría contra mis Lidyos, superiores por su genio y destreza a cuantos manejan caballos! -Bien se echa de ver, señor, replicó el sabio, el vivo deseo que os anima de pelear a caballo contra los isleños en tierra firme, y en eso tenéis mucha razón. Pues ¿qué otra cosa pensáis vos que desean los isleños, oyendo que vais a construir esas naves, sino poder atrapar a los Lydios en alta mar, y vengar así los agravios que estáis haciendo a los Griegos del continente, tratándolos cuino vasallos y aun como esclavos?» Dicen que el apólogo de aquel sabio pareció a Creso muy ingenioso y cayéndole mucho en gracia la ficción, tomó el consejo de suspender la fábrica de sus naves y de concluir con los Jonios de las islas un tratado de amistad. 

XXVIII. Todas las naciones que moran más acá del río Halys, fueron conquistadas por Creso y sometidas a su gobierno, a excepción de los Cílices y de los Licios. Su imperio se componía por consiguiente de los de los Lydios, Frygios, Mysios, Mariandinos, Chalybes, Paflagonios, Tracios, Thynos y Bithynios; como también de los Carios, Jonios, Eolios y Panfilios. 

XXIX. Como la corte de Sardes se hallase después de tintas conquistas en la mayor opulencia y esplendor, todos los varones sabios que a la sazón vivían en Grecia emprendían sus viajes para visitarla en el tiempo que más convenía a cada uno. Entre todos ellos, el más célebre fue el ateniense Salan; el cual, después de haber compuesto un código de leyes por orden de sus ciudadanos, so color de navegar y recorrer diversos países, se ausentó de su patria por diez años; pero en realidad fue por no tener que abrogar ninguna ley de las que dejaba establecidas, puesto que los Atenienses, obligados con los más solemnes juramentos a la observancia de todas las que les había dado Solon, no se consideraban en estado de poder revocar ninguna por sí mismos. 

XXX. Estos motivos y el deseo de contemplar y ver mundo, hicieron que Salan se partiese de su patria y fuese a visitar al rey Amasis en Egipto, y al rey Creso en Sardes. Este último le hospedó en su palacio, y al tercer o cuarto día de su llegada dio orden a los cortesanos para que mostrasen al nuevo huésped todas las riquezas y preciosidades que se encontraban en su tesoro. Luego que todas las hubo visto yobservado prolijamente por el tiempo que quiso, le dirigió Creso este discurso: -«Ateniense, a quien de veras aprecio, y cuyo nombre ilustre tengo bien conocido por la fama de la sabiduría y ciencia política, y por lo mucho que has visto y observado con la mayor diligencia, respóndeme, caro Solon, a la pregunta que vaya dirigirte. Entre tantos hombres, ¿has visto alguno hasta de ahora completamente dichoso?» Creso hacía esta pregunta porque se creía el más afortunado del mundo. Pero SoIon, enemigo de la lisonja, y que solamente conocía el lenguaje de la verdad, le respondió: -«Sí, señor, he visto a un hombre feliz en Tello el ateniense.» Admirado el Rey, insta de nuevo. -«¿Y por qué motivo juzgas a Tello el más venturoso de todos? -Por dos razones, señor, le responde Solon; la una, porque floreciendo su patria, vio prosperar a sus hijos, todos hombres de bien, y crecer a sus nietos en medio de la más risueña perspectiva; y la otra, porque gozando en el mundo de una dicha envidiable, le cupo la muerte más gloriosa, cuando en la batalla de Eleusina, que dieron los Atenienses contra los fronterizos, ayudando a los suyos y poniendo en fuga a los enemigos, murió en el lecho del honor con las armas victoriosas en la mano, mereciendo que la patria le distinguiese con una sepultura pública en el mismo sitio en que había muerto.» 

XXXI. Excitada la curiosidad de Creso por este discurso de Salan, le preguntó nuevamente a quién consideraba después de Tello el segundo entre los felices, no dudando que al menos este lugar le sería adjudicado. Pero Salan le respondió: -«A dos Argivos, llamados Cleo bis y Biton. Ambos gozaban en su patria una decente medianía, y eran además hombres robustos y valientes, que habían obtenido coronas en los juegos y fiestas públicas de los atletas. También se refiere de ellos, que como en una fiesta que los Argivos hacían a Juno fuese ceremonia legítima el que su madre26 hubiese de ser llevada al templo en un carro tirado de bueyes, y éstos no hubiesen llegado del campo a la hora precisa, los dos mancebos, no pudiendo esperar más, pusieron bajo del yugo sus mismos cuellos, y arrastraron el carro en que su madre venía sentada, por el espacio de cuarenta y cinco estadios, hasta que llegaron al templo con ella. 

»Habiendo dado al pueblo que a la fiesta concurría este tierno espectáculo, les sobrevino el término de su carrera del modo más apetecible y más digno de envidia; queriendo mostrar en ellos el cielo que a los hombres a veces les conviene más morir que vivir. Porque como los ciudadanos de Argos, rodeando a los dos jóvenes celebrasen encarecidamente su resolución, y las ciudadanas llamasen dichosa la madre que les había dado el ser, ella muy complacida por aquel ejemplo de piedad filial, y muy ufana con los aplausos, pidió a la diosa Juno delante de su estatua que se dignase conceder a sus hijos Cleobis y Biton, en premio de haberla honrado tanto, la mayor gracia que ningún mortal hubiese jamás recibido. Hecha esta súplica, asistieron los dos al sacrificio y al espléndido banquete, y después se fueron a dormir en el mismo lugar sagrado, donde les cogió un sueño tan profundo que nunca más despertaron de él. Los Argivos honraron su memoria y dedicaron sus retratos en Delfos considerándolos como a unos varones esclarecidos.» 

XXXII. A estos daba Salan el segundo lugar entre los felices; oyendo lo cual Creso, exclamó conmovido: -«¿Conque apreciáis en tan poco, amigo Ateniense, la prosperidad que disfruto, que ni siquiera me contáis por feliz alIado de esos hombres vulgares? -¿Ya mí, replicó Salan, me hacéis esa pregunta, a mí, que sé muy bien cuán envidiosa es la fortuna, y cuán amiga es de trastornar los hombres? Al cabo de largo tiempo puede suceder fácilmente que uno vea lo que no quisiera, y sufra lo que no temía.
»Supongamos setenta años el término de la vida humana. La suma de sus días será de veinticinco mil y doscientos, sin entrar en ella ningún mes intercalar. Pero si uno quiere añadir un mes27 cada dos años, con la mira de que las estaciones vengan a su debido tiempo, resultarán treinta y cinco meses intercalares, y por ellos mil y cincuenta días más. Pues en todos estos días de que constan los setenta años, y que ascienden al número de veintiseis mil doscientos y cincuenta, no se hallará uno solo que por la identidad de sucesos sea enteramente parecido a otro. La vida del hombre ¡oh Creso! es una serie de calamidades. En el día sois un monarca poderoso y rico, a quien obedecen muchos pueblos; pero no me atrevo a daros aún ese nombre que ambicionáis, hasta que no sepa cómo habéis terminado el curso de vuestra vida. Un hombre por ser muy rico no es más feliz que otro que sólo cuenta con la subsistencia diaria, si la fortuna no le concede disfrutar hasta el fin de su primera dicha. ¿Y cuántos infelices vemos entre los hombres opulentos, al paso que muchos con un moderado patrimonio gozan de la felicidad?
»El que siendo muy rico es infeliz, en dos cosas aventaja solamente al que es feliz, pero no rico. Puede, en primer lugar, satisfacer todos sus antojos; y en segundo, tiene recursos para hacer frente a los contratiempos. Pero el otro le aventaja en muchas cosas; pues además de que su fortuna le preserva de aquellos males, disfruta de buena salud, no sabe qué son trabajos, tiene hijos honrados en quienes se goza, y se halla dotado de una hermosa presencia. Si a esto se añade que termine bien su carrera, ved aquí el hombre feliz que buscáis; pero antes que uno llegue al fin, conviene suspender el juicio y no llamarle feliz. Désele, entretanto, si se quiere, el nombre de afortunado.
»Pero es imposible que ningún mortal reúna todos estos bienes; porque así como ningún país produce cuanto necesita, abundando de unas cosas y careciendo de otras, y teniéndose por mejor aquel que da más de su cosecha, del mismo modo no hay hombre alguno que de todo lo bueno se halla provisto; y cualquiera que constantemente hubiese reunido mayor parte de aquellos bienes, si después lograre una muerte plácida y agradable, éste, señor, es para mí quien merece con justicia el nombre de dichoso. En suma, es menester contar siempre con el fin; pues hemos visto frecuentemente desmoronarse la fortuna da los hombres a quienes Dios había ensalzado más.» 

XXXIII. Este discurso, sin mezcla de adulación ni de cortesanos miramientos, desagradó a Creso, el cual despidió a Solon, teniéndolo por un ignorante que, sin hacer caso de los bienes presentes, fijaba la felicidad en el término de las cosas. 

XXXIV. Después de la partida de Salan, la venganza del cielo se dejó sentir sobre Creso, en castigo, a lo que parece, de su orgullo por haberse creído el más dichoso de los mortales. Durmiendo una noche le asaltó un sueño en que se lo presentaron las desgracias que amenazaban a su hijo. De dos que tenía, el uno era sordo y lisiado; y el otro, llamado Atys, el más sobresaliente de los jóvenes de su edad. Este perecería traspasado con una punta de hierro si el sueño se verificaba. Cuando Creso despertó se puso lleno de horror a meditar sobre él, y desde luego hizo casar a su hijo y no volvió a encargarle el mando de sus tropas, a pesar de que antes era el que solía conducir los Lydios al combate; ordenando además que los dardos, lanzas y cuantas armas sirven para la guerra, se retirasen de las habitaciones destinadas a los hombres, y se llevasen a los cuartos de las mujeres, no fuese que permaneciendo allí colgadas pudiese alguna caer sobre su hijo. 

XXXV. Mientras Creso disponía las bodas, llegó a Sardes un Frigio de sangre real, que había tenido la desgracia de ensangrentar sus manos con un homicidio involuntario. Puesto en la presencia del Rey, le pidió se dignase purificarle de aquella mancha, lo que ejecutó Creso según los ritos del país, que en esta clase de expansiones son muy parecidos a los de la Grecia. Concluida la ceremonia, y deseoso de sabor quién era y de donde venía, le habló así: -«¿Quién eres, desgraciado? ¿de qué parte de Frigia28 vienes? ¿y a qué hombre o mujer has quitado la vida? -Soy, respondió al extranjero, hijo de Midas, y nieto de Gordió: me llamo Adrasto; maté sin querer a un hermano mío, y arrojado de la casi paterna, falto de todo auxilio, vengo a refugiarme a la vuestra. -Bien venido seas, le dijo Creso, pues eres de una familia amiga, y aquí nada te faltará. Sufre la calamidad con buen ánimo, y te será más llevadera.» Adrasto se quedó hospedado en el palacio de Creso. 

XXXVI. Por el mismo tiempo un jabalí enorme del monte Olimpo devastaba los campos de los Mysios; los cuales, tratando de perseguido en vez de causarle daño, lo recibían de él nuevamente. Por último, enviaron sus diputados a Creso, rogándolo que los diese al príncipe su hijo con algunos mozos escogidos y perros de caza para matar aquella fiera. Creso, renovando la memoria del sueño, les respondió: -«Con mi hijo no contéis, porque es novio y no quiero distraede de los cuidados que ahora lo ocupan; os daré, sí, todos mis cazadores con sus perros, encargándoles hagan con vosotros los mayores esfuerzos para ahuyentar de vuestro país el formidable jabalí.» 

XXXVII. Poco satisfechos quedaran los Mysios con esta respuesta, cuándo llegó el hijo de Creso, e informado de todo, habló a su padre en estos términos: -«En otro tiempo, padre mío, la guerra y la caza me presentaban honrosas y brillantes ocasiones donde acreditar mi valor; pero ahora me tenéis separado de ambas ejercicios, sin haber dado yo muestras de flojedad ni de cobardía. ¿Con qué cara me dejaré ver en la corte de aquí en adelante al ir y volver del foro y de las concurrencias públicas? ¿En qué concepto me tendrán los ciudadanos? ¿Qué pensará de mí la esposa con quien acabo de unir mi destino? Permitidme pues, que asista a la caza proyectada, o decidme por qué razón no me conviene ir a ella.»


2 Herodoto dividió su historia en nueve libros en memoria de las nueve musas, y a cada uno impuso el nombre de una de ellas.
3 Algunos creen que este proemio es de mano de Plesirroo, amigo y heredero de Herodoto; pero otros lo atribuyen al autor mismo bajo la fe de Luciano y de Dion Crisóstomo, yen efecto así aparece de la identidad del estilo.
4 Sabido es que los griegos llamaban bárbaros a todos los que no eran de su nación.
5 El mar Rojo. He querido conservar en la geografía los nombres antiguos, así porque los modernos no siempre las corresponden exactamente, como por conformarme todo lo posible a las formas originales del autor.
6 Argos fue la primera capital que tuvo en Grecia reyes propios, si son fabulosos, como parece, los de Sycion.
7 Los latinos le dieron el nombre de Grecia.
8 Algunos suponen que lo fue hija de Jaso, por más que la mitología siempre la haga hija de Inacho. Siendo hija de aquél, debió de ser robada por los años del mundo 1558; pero siéndolo de éste, su rapto fue muy anterior.
9 Otros leen los Fenicios, de quienes dice Herodoto, en el párrafo V de este libro, que niegan la violencia en el rapto de lo; lección sin duda legítima.
10 Eusebio fija este rapto de Europa en el año del mundo 2730.
11 Se le dio el nombre de Argos. El por qué se refiere de varias maneras: quizá por su nueva forma, siendo larga.
12 El rapto de Medea corresponde al año del mundo 2771, según Saliano, a quien sigo en esta cronología.
13 Así suele contar los años el autor, incluyendo tres edades o generaciones en cada siglo.
14 Esta época la pone Saliano en el año del mundo 2855. 15 La toma de Troya sucedió el año del mundo 2871
16 Tirano entre los Griegos es bien a menudo lo mismo que Señor Soberano, a veces no con la violencia, sino con prerrogativa y propiedad en el mando.
17 Los Cimmerios invadieron el Asia menor en el reinado de Ardys. Véase el pár. XV de este libro
18 Esta narración de Herodoto, por más amigo que parezca de cuentos y rodeos, no tiene traza de ser tan fabulosa como la que Platón nos dio del pastor Gyges en ellib, 2. o De república; mayormente concordando Archilocho Pario, poeta muy antiguo, con Herodoto en lo sustancial del suceso.
19 Sin incurrir en la nota de malicioso, ¿no pudiera sospechar uno que este silencio estudiado de la mujer nacía de la sobrada confianza que hacía de
Gyges, confianza que Platón llamó adulterio
20 Estas palabras en que se citan los versos de Archilocho, las tiene por supuestas Wesselingio, por no acostumbrar Herodoto a valerse de semejantes testimonios.
21 Nombre de la sacerdotisa de Delfos.
22 El talento común contenía sesenta minas, la mina cien dracmas, el dracma poco menos de una libra, la libra viene a corresponder con corta diferencia al denario romano, el denario a un julio y este a dos rs. Vil
23 Los Cimmerios invadieron a Sardes en 3301.
24 El dityrambo era una especie de verso en honor de Baca, en estilo suelto y licencioso.
25 Siete estadios son 4.200 pies; el estadio griego u olímpico contenía 600 pies; el itálica 625, porque el pie italiano era algo menor que el griego. Cada estadio constaba de 405 pasos.
26 El nombre de esta sacerdotisa de Juno era Kydippe, o como algún otro dice, Theano. Véase a Suidas en la palabra Croesus.
27 Este cálculo de Salan es un punto de discordia entre los más célebres Cronólogos, tanto acerca de la integridad del texto original como de los días de que constaba el año.