lunes, 8 de diciembre de 2014

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CRUCIGRAMAS HISTÓRICOS - LA CIENCIA HISTÓRICA

lunes, 3 de marzo de 2014

OCTAVIO AUGUSTO, Cayo Suetonio. 1° Parte

En el libro Los Doce Césares
Cayo Suetonio Tranquilo
Escrito en el siglo II D.C.

OCTAVIO AUGUSTO

I. Muchos monumentos atestiguan que la familia de Octavio era en la antigüedad de las primeras de Vélitres. Una parte importante de la ciudad se llamaba desde mucho tiempo barrio Octavio, y se exhibía en ella un altar consagrado por un Octavio, que designado general en una guerra contra un pueblo vecino, y advertido un día, en medio de un sacrificio al dios Marte, de la repentina irrupción del enemigo, quitó de las llamas las carnes casi crudas de la víctima, las distribuyó según el rito, corrió al combate y regresó victorioso. Existía también un decreto que ordenaba ofrecer de la misma manera en lo sucesivo al dios Marte las víctimas y que se llevaran los restos a los Octavios.

II. Admitida esta familia entre las romanas por el rey Tarquino el Viejo, clasificada después por Serv. Tulio entre las patricias, pasó más adelante por voluntad propia a la condición plebeya. El primero de esta familia que obtuvo por sufragios del pueblo una magistratura fue C. Rufo, que siendo cuestor tuvo dos hijos, Cneo y Cayo, troncos de dos ramas de Octavios, cuyos destinos fueron muy diferentes: Cneo y todos sus descendientes desempeñaron los cargos más importantes del Estado. Pero Cayo y los suyos, bien por fortuna, bien por propia voluntad, permanecieron en el orden ecuestre hasta el padre de Augusto. El bisabuelo de éste sirvió en Sicilia durante la segunda Guerra Púnica, como tribuno militar, bajo el mando de Emilio Papo. Su abuelo no pasó de las magistraturas municipales (41) y envejeció en la abundancia y en la paz. Sin embargo, no convienen todos en esto, y el mismo Augusto escribió que procedía de una antigua y opulenta familia de simples caballeros, y que su padre fue el primer senador de su nombre. M. Antonio le echa en cara que su bisabuelo fue liberto, cordelero en el barrio de Thurium, y su abuelo, corredor. Sólo esto he encontrado con relación a los antepasados paternos de Augusto.

III. Su padre, C. Octavio, gozó desde joven de considerables bienes y de la pública estimación y me admira que algunos escritores le hayan hecho corredor y hasta agente para la compra de votos en las asambleas agrarias. Educado en la opulencia, alcanzó con facilidad las más elevadas magistraturas, desempeñándolas noblemente. Después de su pretura, designóle la suerte la Macedonia; en el camino destruyó los restos fugitivos de los ejércitos de Spartaco y Catilina, que ocupaban el territorio de Thurium, encargo extraordinario que le encomendó el Senado. En el gobierno de su provincia mostró tanta equidad como valor. Derrotó a los besos y a los tracios en una gran batalla, y trató tan noblemente a los aliados, que M. Tulio Cicerón, en muchas cartas que aún existen, exhorta a su hermano Quinto, procónsul entonces en Asia, donde no disfrutaba de muy buena fama, a que imitase a su vecino Octavio y mereciera, como él, gratitud de los aliados.

IV. Al regreso de Macedonia, y, antes de proponer su candidatura al consulado, falleció repentinamente, dejando de Ancaria, Octavia la mayor, y de Acia, su segunda esposa, Octavia la menor y Augusto. Acia era hija de M. Acio Balbo y de Julia, hermana de C. César Balbo, por parte de padre, era originario de Aricia, y contaba muchos senadores en su familia; por otra parte de madre, era pariente cercano de Pompeyo el Grande: honrado con la pretura, fue también uno de los veinte comisarios que, en virtud de la ley Julia, quedaron encargados de repartir al pueblo las tierras de la Campania. Sin embargo, fingiendo Antonio igual desdén hacia los antepasados maternos de Augusto, afirma que su bisabuelo era de raza africana, que tuvo una tienda en Aricia, unas veces de perfumes y otras de pan. Casio de Parma, en una de sus epístolas, no se contenta con llamar a Augusto nieto de panadero, sino también nieto de un corredor de dinero, diciéndole: La harina que vendía tu madre salía del peor molino de Arican, y el cambista de Nerulum la amasaba con sus manos ennegrecidas por el cobre.

V. Nació Augusto bajo el consulado de M. Tulio Cicerón y de Antonio, el IX de las calendas de octubre (42), poco antes de salir el sol, en el barrio Palatino, cerca de las Cabezas de Buey, en el sitio donde ahora existe un templo, que fue construido poco tiempo después de su muerte. En las actas del Senado, se ve, en efecto, que un joven patricio, llamado C. Letorio, convicto de adulterio, para evitar la rigurosa pena impuesta a este delito, alego ante los senadores su edad, su origen y especialmente su calidad de propietario y guardián en cierto modo, del suelo que había tocado Augusto al nacer (43); habiendo, pues, pedido gracia en consideración a este dios, que era como su divinidad particular y doméstica, consagrase por decreto la parte de casa donde había nacido Augusto.

VI. Todavía hoy, en una casa de campo perteneciente a sus antepasados, cerca de Vélitres, se enseña la habitación donde le lactaron, que es muy reducida y parecida a una cocina, siendo creencia en los alrededores de que nació allí. Deber religioso es no entrar en esta cámara sino por necesidad y con sumo respeto, porque, según una antigua creencia, el que tiene la audacia de penetrar en ella, se ve asaltado de repente por una mezcla de horror y de temor secretos; confirma este rumor popular el que, habiéndose acostado en esta estancia un nuevo propietario de la finca, ya sea por casualidad, ya por ver lo que ocurría, se sintió a las pocas horas arrebatado por repentina y misteriosa fuerza, encontrándosele moribundo delante de la puerta, adonde fue lanzado desde el lecho.

VII. En su infancia, y en memoria del origen de sus mayores, se le dio el nombre de Turino, aunque se dice también que la causa estuvo en que poco después de su nacimiento, su padre Octavio venció en territorio de Turino a los esclavos fugitivos. Puedo afirmar con certeza que se llamó Turino, porque tuve en mi poder una antigua medalla de bronce que le representa niño y cuya inscripción, en letras de hierro y casi borradas, expresa aquel nombre. Entregué esta medalla a nuestro príncipe, quien la colocó con piadoso respeto entre sus dioses domésticos. Otra prueba más: M. Antonio, creyendo ultrajarla, le llamó en sus cartas muchas veces Turino, contentándose Augusto con responderle, que extrañaba se quisiese injuriarle con su primer nombre. Tomó más adelante el de CESAR y al fin el de AUGUSTO: uno en virtud del testamento de su tío paterno, y el otro a propuesta de Munacio Planco, aunque algunos senadores deseaban que se le llamase Rómulo, por haber sido, en cierto modo, el segundo fundador de Roma. Prevaleció, sin embargo, el nombre de Augusto, porque era nuevo, y sobre todo porque era más respetable; en efecto, los parajes consagrados por la religión o por el ministerio de los augures se llamaban augustos, ya sea que esta palabra deriva de auctus (acrecentamiento), ya que proceda de gestus o de gustus, empleadas las dos en los presagios de las aves, según dice Ennio en este verso:

Augusto augurio postquam inclita condita Roma est (44).


VIII. Tenía cuatro años cuando perdió a su padre; a los doce pronunció, delante del pueblo reunido, el elogio fúnebre de su abuela Julia; a los dieciséis vistió la toga civil, y aunque por su edad estaba exceptuado aún del servicio, el día del triunfo de César por la guerra de Africa, recibió recompensas militares. Habiendo partido su tío, pocos días después, para España, contra los hijos de Cn. Pompeyo, Augusto, apenas restablecido de una enfermedad grave, siguióle con algunos compañeros por caminos infestados de enemigos, le alcanzó a pesar de un naufragio, le prestó grandes servicios, e hizo admirar, además de su conducta durante el viaje, la índole de su carácter. César, que después de sujetadas las Españas, meditaba una expedición contra los dacios, y otra contra los partos, le envió de antemano a Apolonia, donde se entregó al estudio. Allí supo que César había sido asesinado y que le había instituido heredero; y estuvo dudando durante algún tiempo si imploraría el socorro de las legiones inmediatas, pero rechazó al fin este paso como imprudente y precipitado. Regresó a Roma, donde entró en posesión de la herencia, a pesar de las vacilaciones de su madre y de las obstinadas observaciones de su suegro, Marcio Filipo, varón consular. Levantó en seguida ejércitos, gobernando la República, primero con Antonio y Lépido; hízolo después con Antonio solo, durante cerca de doce años, y por último, solo durante cuarenta y cuatro.

IX. Tal es el resumen de su vida. Ahora expondré separadamente los diferentes actos llevados a cabo por él, no por orden de tiempos sino según su naturaleza, para que se comprendan más clara y distintamente. Tuvo que hacer frente a cinco guerras civiles, las Mulciense, Filipense, Perusiana, Siciliana y la de Actium; la primera y la última contra Marco Antonio; la segunda contra Bruto y Casio; la tercera contra Luc. Antonio, hermano del triunviro; la cuarta contra Sex. Pompeyo, hijo de Cneo.

X. Fue la causa e inicio de todas estas guerras la obligación que se impuso de vengar la muerte de su tío y mantener la validez de sus actos. Así, pues, desde que regresó de Apolonia, decidió atacar a Bruto y Casio inesperada y abiertamente; vio que escapaban a aquel peligro, que supieron prevenir, y se armó entonces contra ellos de la autoridad de las leyes, y acusándolos, aunque ausentes, como asesinos. No atreviéndose los encargados de dar los juegos establecidos por las victorias de César a cumplir con este deber, los celebró él mismo. Para afianzar mejor la ejecución de sus designios, quiso reemplazar un tribuno del pueblo, que acababa de morir, y, a pesar de no ser todavía senador y sí sólo patricio, se presentó candidato. Fracasaron, sin embargo, todos sus esfuerzos ante la oposición del cónsul M. Antonio, del que contaba hacer su principal apoyo, y que pretendía no dejarle gozar de nada, ni siquiera del derecho ordinario y común, sino poniendo a su connivencia un precio exorbitante; volviese entonces al partido de los grandes, de quienes era detestado Antonio, porque tenía sitiado en Mutina a Décimo Bruto, esforzándose en arrojarle por las armas de una provincia que le había dado César y confirmado el Senado. Por consejo de algunos partidarios suyos, Octavio trató de hacerle asesinar; pero descubierta la maquinación y temiendo a su vez, levantó para su defensa y la de la República un ejército de veteranos, al que colmó de prodigalidades. Recibió entonces, con el título de propretor, el mando de este ejército y la orden de reunirse con los nuevos cónsules Hircio y Pansa, para llevar auxilios a Décimo Bruto. En tres meses y dos batallas terminó esta guerra. Escribe Antonio que en la primera huyó, presentándose pasados dos días sin caballo y sin el manto de general; pero no hay duda alguna que en la segunda llenó a la vez los deberes de jefe y de soldado, pues que en lo más recio de la pelea, viendo gravemente herido al abanderado de su legión, tomó las águilas sobre su hombro, llevándolas muy largo rato.

XI. Perecieron en esta guerra Hircio y Pansa, el primero en la batalla, y el segundo poco después, de una herida que recibió en ella y corrió entonces e] rumor de que Octavio los había hecho matar a los dos, con la esperanza de que la derrota de Antonio y la muerte de los cónsules le dejarían dueño único de los ejércitos victoriosos. Tales sospechas excitó la muerte de Pansa, que fue reducido a prisión el médico Clicón como culpable de haber envenenado la herida. Aguilio Niger añade a estas acusaciones que Octavio mismo mató al otro cónsul Hircio en la confusión del combate.

XII. Mas cuando supo que Antonio había sido recibido, tras su fuga, en el campamento de M. Lépido, y que los otros generales, de acuerdo con sus ejércitos, se unían a sus adversarios, abandonó sin vacilar la causa de los grandes, alegando para justificar su mudanza las quejas que tenía de los discursos y conducta de muchos de ellos; que unos, según él, le habían tratado de niño, proclamando que se le debía elogiar y ensalzar (tollerumque) (45) con objeto de dispensarse del agradecimiento que se le debía, igualmente que a sus veteranos. Para hacer resaltar más y más su disgusto por haber servido a aquel partido, impuso una elevada multa a los habitantes de Nursia, que habían erigido un monumento fúnebre a los ciudadanos muertos delante de Mutina, con una inscripción que decía: Muertos por la libertad; no pudieron pagarla, por lo cual fueron expulsados de la ciudad por él.

XIII. Lograda la alianza con Antonio y Lépido, terminó también en dos batallas la guerra Filipense, a pesar de estar débil y enfermo. En la primera le tomaron su campamento, consiguiendo escapar con gran esfuerzo, ganando el ala que mandaba Antonio. No mostró moderación en la victoria, enviando a Roma la cabeza de Bruto, para que la arrojaran a los pies de la estatua de César, aumentado así con sangrientos ultrajes los castigos que impuso a los prisioneros más ilustres. Se refiere que a uno de éstos, que le suplicaba le concediese sepultura, le contestó que aquel favor pertenecía a los buitres; a otros, padre e hijo, que le pedían la vida, les mandó la jugasen a la suerte o combatiesen entre si, prometiendo otorgar gracia al vencedor; el padre se arrojó entonces contra la espada del hijo, y éste, al verle muerto, se quitó la vida, mientras Octavio los veía morir complacido. Por esta causa, cuando llevaron a los otros cautivos, con la cadena al cuello, delante de los vencedores, todos, y especialmente M. Favonio, el émulo de Catón, convinieron, después de saludarle con el nombre de Imperator, en dirigirle crueles injurias. En la distribución que siguió a la victoria, quedó encargado Antonio de constituir el Oriente, y Octavio de llevar los veteranos a Italia para establecerlos en los territorios de las ciudades municipales; pero sólo consiguió disgustar a la vez a los antiguas poseedores y a los veteranos, quejándose unos que se los despojaba y los otros de que no se los recompensaba como tenían derecho a esperar por sus servicios.

XIV. Confiando L. Antonio por este tiempo en el consulado de que estaba investido y en el poder de su hermano, quiso suscitar disturbios, pero Octavio le obligó a huir a Perusa, reduciéndole por hambre, aunque no sin correr él mismo grandes peligros antes y durante esta guerra. Ocurrió, en efecto, que en un espectáculo, un simple soldado tomó asiento en uno de los bancos de los caballeros; le hizo él arrojar por medio de un aparitor, y pocos momentos después sus enemigos difundieron el rumor de que le había hecho morir en los tormentos, faltando muy poco para que pereciese Octavio bajo los golpes de la turba militar que había acudido indignada, y sólo el presentar sano y salvo al que se decía muerto pudo salvarse entonces de la muerte. En otra ocasión, al sacrificar cerca de Perusa, estuvo a punto de perecer a manos de algunos gladiadores que habían salido bruscamente de la ciudad.

XV. Tomada Perusa, se mostró cruel con sus habitantes; a cuantos pedían gracia o trataban de justificarse les contestaba que era necesario morir. Según algunos autores, de los sometidos eligió a trescientos de los dos órdenes y los hizo inmolar en los idus de marzo, como las victimas, de los sacrificios, delante del altar elevado a Julio César. Pretenden otros que sólo provocó esta guerra para obligar a sus enemigos secretos, y a aquellos a quienes retenía el temor más aún que la voluntad, a que se descubriesen al fin, dándoles por jefe a L. Antonio, y con objeto de que sus bienes confiscados le sirviesen después de su derrota para dar a los veteranos las recompensas que les había ofrecido.

XVI. La guerra de Sicilia fue una de sus primeras empresas, pero la condujo despacio, interrumpiéndola muchas veces, tanto para reparar el daño causado a sus flotas, incluso durante el verano, por continuas tempestades y naufragios, como para hacer la paz a instancias del pueblo, que, interceptados los víveres, se veía amenazado por el hambre. Cuando hizo reparar los buques y adiestró en la maniobra a veinte mil esclavos a quienes concedió la libertad, creó el puerto Julio, cerca de Baias, y abrió al mar el lago Lucrino y el Averno; batió a Pompeyo entre Mylas y Nauloco, sintiéndose poco antes del combate asaltado de tan invencible necesidad de dormir, que tuvieron que despertarle para que diese la señal. Este hecho, dio pie, a mi parecer, a los sarcasmos de Antonio, cuando le censura de no haber podido mirar de frente una linea de batalla, y haberse acostado de espaldas, temblado y levantando al cielo estúpidos ojos, sin abandonar esta actitud, para mostrarse a los soldados, hasta que M. Agripa hubo puesto en fuga los buques enemigos. Otros le censuran una frase y un acto impíos, como haber pronunciado, viendo su flota destruida por la tempestad que sabría vencer a pesar de Neptuno, y de haber suprimido en los primeros juegos del circo la estatua de este dios, uno de los ornamentos de aquella solemne ceremonia. En ninguna otra guerra estuvo tan expuesto, contra su voluntad, a tantos y tan grandes peligros. Después de haber hecho pasar un ejército a Sicilia, izaba velas hacia el continente para buscar el resto de sus tropas, cuando se vio atacado improvisadamente por Democnares y Apollofano, legados de Pompeyo, y no sin gran trabajo pudo ponerse a salvo con una sola nave. Otro día, pasando a pie cerca de Locros, en ruta a Regio, vio las galeras del partido de Pompeyo costeando la tierra, creyéndolas suyas, bajó a la playa y estuvo a punto de que le capturasen. Ocurrió asimismo que, mientras huía por extraviados vericuetos, un esclavo de Emilio Paulo que le acompañaba, recordando que en otro tiempo había proscrito al padre de su amo y cediendo a la tentación de la venganza, trató de darle muerte. Después de la huida de Pompeyo, M. Lépido, el segundo de sus colegas, a quien había llamado de Africa en socorro suyo, ensoberbecido con el apoyo de sus veinte legiones, reclamaba con amenazas el primer puesto en el Estado. Octavio le quitó el ejército, y perdonándole la vida que pedía de rodillas, le desterró a la isla Circeya para toda su vida.

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XVII. Rompió al fin su alianza con M. Antonio, alianza siempre incierta y dudosa, mal observada con frecuentes reconciliaciones; y, para demostrar cuánto se distanciaba su rival de las costumbres patrias, mandó abrir y leer delante del pueblo reunido el testamento que había dejado aquél en Roma (46), y en el cual colocaba en el número de sus herederos a los hijos de Cleopatra. Sin embargo, después de hacerle declarar enemigo de la República, le envió todos sus parientes y amigos, entre otros a C. Sosio y Cn. Domicio, cónsules entonces, perdonando también a los habitantes de Bolonia, que desde muy antiguo figuraban en el partido de los Antonios, que hubiesen tomado las armas contra él como toda Italia. Poco después le derrotó en una batalla naval dada cerca de Actium, que se prolongó hasta el obscurecer, pasando el vencedor la noche en una nave. De Actium pasó a establecer cuarteles de invierno en Samos; pero enterado de que los soldados escogidos en todos los cuerpos después de la victoria, y que por orden suya le habían precedido a Brindis, acababan de sublevarse solicitando recompensas y el licenciamiento, emprendió, lleno de zozobra, el camino de Italia. Dos veces se vio combatido por la tempestad durante la travesía: primeramente entre los promontorios del Peloponeso y de la Eolia, y después cerca de los montes Cerámicos, pereció en este doble desastre una parte de sus naves liburnesas, perdiendo la suya todo el aparejo y rompiéndosele el timón. Solo veintisiete días permaneció en Brindis, para satisfacer las exigencias de los soldados; pasó de allí a Egipto por Asia y la Siria, puso sitio a Alejandría, donde se había refugiado Antonio con Cleopatra, y se hizo dueño a poco de la ciudad. Antonio quiso hablar de paz, pero ya no era tiempo: Octavio oblígole a morir, pasándole a ver después de muerto. Uno de sus deseos más vehementes era reservar a Cleopatra para su triunfo, y como se creía que había muerto de la mordedura de un áspid, hizo que algunos psilos (47) chupasen el veneno de la herida. Concedió a los dos esposos que reposaran en sepultura común, y ordenó que se concluyese la tumba que ellos mismos habían comenzado a construir. El joven Antonio, el mayor de los dos hijos que el triunvirio había tenido de Fulvia, fue tras continuas e inútiles súplicas, a refugiarse a los pies de la estatua de César; Augusto le arrancó de allí y mandó darle muerte. Cesarión, que Cleopatra decía haber tenido de César, fue alcanzado mientras intentaba huir y entregado al suplicio. En cuanto a los otros hijos de Antonio y de la reina, los consideró como miembros de su familia, los educó y aseguró posición en proporción a su nacimiento.

XVIII. Por esta época mandó abrir la tumba de Alejandro Magno; sacado el cuerpo, estuvo un momento contemplándolo le puso en la cabeza una corona de oro y le cubrió de flores en muestra de homenaje. Consultado si quería ver también el Ptolomeum, contestó: que había venido a ver un rey y no muertos. Convirtió a Egipto en provincia romana, y con objeto de asegurar la producción necesaria para los bastimentos de Roma, mandó a sus soldados limpiaran todos los canales abiertos por los desbordamientos del Nilo y que el tiempo había cubierto de limo. Para perpetuar en la memoria de los siglos la gloria del triunfo de Actium, fundó cerca de esta ciudad la de Nicópolis, estableciendo juegos quinquenales. Amplió, asimismo, el antiguo templo de Apolo, adornó con un trofeo naval el sitio donde tuvo su campamento y lo consagró solemnemente a Neptuno y a Marte.

XIX. Gran número de turbulencias, sediciones y conspiraciones, de que tuvo conocimiento, fueron sofocados por él en su origen; dominó también, en diferentes épocas, la conspiración del joven Lépido; después la de Varrón Murena y de Fannio Cepión, de M. Egnacio, de Plaucio Rufo, de Lucio Paulo, esposo de su nieta, de L. Audasio, acusado de falsario, y a quien la edad había debilitado el cuerpo y la razón, de Asinio Epicardio, mestizo de parto, y en fin, de Telefo, esclavo nomenclator de una mujer; pues se vio asimismo amenazado por maquinaciones de hombres de baja extracción. Audasio y Epicardio querían arrebatar a su hija Julia y a su nieto Agripo de las islas donde estaban confinados, para presentarlos a los ejércitos, y Telefo, que se creía destinado al imperio, había concebido el proyecto de asesinar a Augusto y al Senado; se encontró también a cierto mercenario del ejército de Iliria, escondido una noche cerca de su lecho, hasta donde había penetrado burlando la vigilancia de los guardias, y que llevaba en la cintura un cuchillo de caza. Ignórase si fingió demencia o si, efectivamente, había perdido la razón, no pudiendo arrancarle ninguna confesión en la tortura.

XX. Por si mismo solamente dirigió dos guerras exteriores: la de Dalmacia, en su juventud, y la de los cántabros tras la derrota de Antonio. Fue herido dos veces en Dalmacia: una en la rodilla, de una pedrada, y la otra en un muslo y los dos brazos por hundimiento de un puente. Las otras dos guerras las dirigieron sus legados; sin embargo, tomó parte en algunas expediciones en Panomia y Germania, o estuvo, cuando menos, cerca del teatro de la guerra, yendo de Roma hasta Ravena, Milán y Aquilea.

XXI. Sometió personalmente o por sus generales la Cantabria, la Aquitania, la Panomia y la Dalmacia con toda la Iliria; sujetó la Recia, la Vindelicia y los Salesos, pueblos de los Alpes; contuvo las incursiones de los dacios, destruyó la mayor parte de sus ejércitos y les mató tres jefes. Arrojó a los germanos al otro lado del Elba; recibió la sumisión de los Ubios y sicambros, trasladándolos a la Galia y asignándoles las tierras próximas al Rin. Redujo también a la obediencia otras naciones inquietas y turbulentas, pero no movió guerra a ningún pueblo sin justa causa o imperiosa necesidad, pues estaba muy lejos de ambicionar aumento del Imperio o de su gloria militar, con lo cual obligó a algunos reyes bárbaros a jurarle, en el templo de Marte Vengador, permanecer fieles a la paz que de él solicitaban. Exigió, asimismo, a algunos de ellos nuevo género de rehenes, esto es, mujeres pues había observado que se estimaban en poco los hombres dados con tal carácter. No obstante, dejaba siempre a sus aliados la facultad de retirar sus rehenes cuando desearan; y nunca castigó sus frecuentes sublevaciones y sus perfidia más que vendiendo sus prisioneros, a condición de que no habían de servir en países vecinos ni ser libres antes de treinta años. La reputación de fuerza y moderación que alcanzó con esta conducta, determinó a los indos y escitas, de los que sólo se conocía entonces el nombre, a pedir por medio de embajadores su amistad y la del pueblo romano. También los partos le cedieron fácilmente la Armenia que reivindicaba, devolviéndole, además. a su petición, las enseñas militares arrebatadas a M. Craso y a M. Antonio y ofreciéndole también rehenes; y, por último, muchos príncipes, que desde antiguo se disputaban entre sí el mando, reconocieron al designado por él.

XXII. El templo de Jano Quirino, que sólo había estado cerrado dos veces desde la fundación de Roma, lo estuvo entonces tres, en un transcurso de tiempo mucho más corto, estando asegurada la paz por mar y por tierra. Dos veces entró en Roma con los honores de la ovación, una después de la batalla Filipense, y la otra después de la guerra de Sicilia. Celebró con tres triunfos curules sus victorias de Dalmacia, Actium y Alejandría, Y cada triunfo duró tres días.

XXIII. En cuanto a derrotas graves e ignominiosas sufrió las de Lolio y Varo, ambas en Germania, siendo la primera más vergonzosa que irreparable; la de Varo pudo, en cambio, ser fatal al Imperio, pues que en ella fueron pasadas a cuchillo tres legiones con el general, los legados y todos los auxiliares. Cuando recibió la noticia mandó colocar en Roma guardias militares para prevenir posibles desórdenes; confirmó en sus Poderes a los gobernadores de las provincias, para que su experiencia y habilidad, contuviesen en su deber a los aliados; y ofreció grandes juegos a Júpiter para que mejorase la situación de la República, como se había hecho en la guerra de los cimbrios y de los marsos. Dícese, en fin, que experimentó tal desesperación, que se dejó crecer la barba y los cabellos durante muchos meses, golpeándose a veces la cabeza contra las paredes, y exclamando Quintilio Varo, devuélveme mis legiones. Los aniversarios de este desastre fueron siempre para él tristes y lúgubres jornadas.

XXIV. Cambió muchas cosas y muchas otras estableció en la organización militar, poniendo en vigor otras relegadas ya de tiempo al olvido. Mantuvo con severidad la disciplina, y sólo permitió a sus legados que fuesen a ver a sus esposas en los meses de invierno, y aun esto con gran dificultad. A un caballero romano, por haber amputado el dedo pulgar a sus dos hijos para librarlos del servicio militar, hízolo vender en subasta con todos sus bienes; pero viendo que se apresuraban a comprarlo los asentistas públicos, lo hizo adjudicar a un liberto suyo, que tenía orden de llevarlo a los campos y dejarle libre. Licenció ignominiosamente a toda la décima legión, que sólo obedecía murmurando; y a otras que con tono imperioso pedían la licencia se la concedió, aunque sin las recompensas prometidas a sus largos servicios. Si alguna legión retrocedía, la diezmaba, dándole sólo cebada por toda comida. Castigó con la muerte como a simples soldados a centuriones que abandonaron sus puestos. En cuanto a los otros delitos, los castigaba con diferentes penas infamantes, como permanecer en pie todo el día delante de la tienda del general, o bien salir con túnica y sin cinturón, llevando en la mano una medida agraria o un puñado de césped.

XXV Después de las guerras civiles, dejó de dar a los soldados el título de compañeros en las arengas y en los edictos; les llamaba sólo soldados, y no permitía tampoco que sus hijos o yernos les diesen otro nombre cuando mandaban, pues creía que el de compañeros era una adulación que no convenía a la conservación de la disciplina, ni al estado de paz, ni a la majestad de los césares. Salvo para los casos de incendio y para las sediciones que podían producir la carestía de víveres, sólo dos veces alistó esclavos libertos: la primera para la defensa de las colonias vecinas a la Iliria, y la segunda, para proteger las orillas del Rin. En estas dos veces habían de ser esclavos que los hombres y mujeres más ricos de Roma hubiesen comprado y manumitido en el acto; colocábalos en primera línea, sin mezclarlos con los libres ni tampoco armarlos como a éstos. Prefería dar como recompensas militares arneses, collares y preseas, cuyo valor lo constituían el oro y la plata, a coronas valarias o murales (48), mucho más ambicionadas. Extraordinariamente avaro de estas últimas, jamás las concedió al favor, y las dio casi siempre a simples soldados. Regaló a Agripa, después de su victoria naval en Sicilia, un estandarte de color de mar. Nunca otorgó estas distinciones a los que habían disfrutado los honores del triunfo, por más que hubiesen tomado parte en sus expediciones y contribuido a sus victorias; la razón era que ellos mismos habían tenido derecho para distribuir como quisieran estas recompensas. En su opinión, nada convenía menos a un gran capitán que la precipitación y la temeridad, y así repetía frecuentemente el adagio griego: Apresúrate lentamente, y este otro: Mejor es el jefe prudente que temerario, o también éste: se hace muy pronto lo que se hace muy bien. Decía asimismo que sólo debe emprenderse una guerra o librar una batalla cuando se puede esperar más provecho de la victoria que perjuicio de la derrota; porque, añadía, el que en la guerra aventura mucho para ganar poco, se parece al hombre que pescara con anzuelo de oro, de cuya pérdida no podría compensarle ninguna presa.

XXVI. Antes de la edad se vio elevado a las magistraturas y honores, de los que muchos fueron de creación nueva y a perpetuidad. A los veinte años invadió el consulado, haciendo marchar hacia Roma amenazadoramente a sus legiones, y mandando diputados a exigir para él esta dignidad a nombre del ejército. Como vacilara el Senado, el centurión Cornelio, que iba al frente de la diputación, abrió su manto, y mostrando el puño de la espada, se atrevió a exclamar: Éste lo hará, si vosotros no lo hacéis. Transcurrieron nueve años de su primero a su segundo consulado y sólo uno hasta el tercero. Siguió después hasta el undécimo sin interrupción, y, habiendo rehusado todos los que luego le ofrecieron, pidió él mismo el duodécimo diecisiete años más tarde; dos años después volvió a pedir el decimotercio, con objeto de recibir en el Foro, como primer magistrado de la República, a sus nietos Cayo y Lucio, que iban a entrar en la vida pública. Los cinco consulados que separan el decimosexto del undécimo fueron cada uno a un año, y los demás no los conservó más allá de nueve, seis, cuatro o tres meses, y el segundo solamente algunas horas. Apenas sentado, en efecto, en la silla curul, frente al templo de Júpiter Capitolino, en la mañana de las calendas de enero, dimitió el cargo, nombrando a otro cónsul en lugar suyo. No tomó posesión de todos sus consulados en Roma, pues el cuarto comenzó en Asia, el quinto en Samos y el octavo y el noveno en Tarragona.

XXVII. Durante diez años fue el jefe del triunvirato establecido para organizar la República; resistió por algún tiempo a sus colegas, oponiéndose a la proscripción, pero después desplegó mucha más crueldad que ninguno de ellos, ya que éstos, cuando menos, se dejaron ablandar algunas veces por las súplicas de la amistad; solamente él se opuso con toda su autoridad a que se perdonase a nadie, proscribiendo hasta a su tutor C. Toranio, que había sido, además, colega de su padre Octavio en la edilidad. Junio Saturno refiere este otro hecho: Después de las proscripciones, excusando Lépido el pasado en el Senado, hizo esperar que la clemencia iba a poner término al fin a los castigos; pero Octavio declaró, por el contrario, que solamente cesaría de proscribir a condición de hacer en todo lo que quisiese. No obstante, al tardío arrepentimiento de esta dureza debiese el que elevara a la dignidad de caballero a T. Vinio Filopemón, del que se decía haber ocultado en otro tiempo a su patrón proscrito. Por muchos rasgos especiales se hizo odioso durante un triunvirato; un día, por ejemplo, que arengaba a los soldados en presencia de los habitantes de los campos vecinos, vio a un caballero romano, llamado Pinario, que tomaba algunas notas furtivamente, y sólo por sospechas de que fuese un espía le hizo matar en el acto. A Tedio Afer, cónsul designado, que ridiculizó con un chiste un acto suyo, Octavio le dirigió tan furibundas amenazas que aquel desgraciado se dio la muerte. El pretor Q. Galio se acercó a él para saludarle llevando bajo la toga dobles tablillas; creyó Octavio que eran una espada, mas no atreviéndose a registrarle en el acto por temor de no encontrar armas, pocos momentos después le hizo arrancar de su tribuna por medio de centuriones y soldados, le mandó dar tormento como a un esclavo, y no obteniendo ninguna confesión, le hizo degollar, después de arrancarle los ojos con sus propias manos. Él mismo escribió de este asunto que Galio había querido matarle en una audiencia que le pidió; que reducido a prisión por orden suya, fue puesto en seguida en libertad, con prohibición de habitar en Roma, y que pereció en un naufragio o a manos de algunos bandidos (49). Augusto fue investido a perpetuidad con el poder tribunicio (50), dos veces tomó colega en esta dignidad, cada una durante un lustro. Fue investido también con la vigilancia perpetua de las costumbres y de las leyes (51), y en virtud de este derecho, que no era, sin embargo, el mismo que el de la censura, estableció tres veces el censo del pueblo: la primera y tercera con su colega, la segunda, solo.

XXVIII. Dos veces tuvo la idea de restablecer la República: primero después de la derrota de Antonio, que con frecuencia le había acusado de ser el único obstáculo al restablecimiento de la libertad; y luego, a consecuencia de los sufrimientos de una larga enfermedad, llegando a hacer ir a su casa a los magistrados y senadores y entregándoles las cuentas del Imperio. Reflexionó, sin embargo, que esto era exponer su vida privada a peligros ciertos y entregar imprudentemente la República a la tiranía de algunos ambiciosos, y decidió continuar en el poder, y no puede decirse qué se le ha de alabar más, si las consecuencias o los motivos de esta resolución. Se complacía en recordar algunas veces estos motivos, y hasta los dio a conocer así en uno de sus edictos. Permitaseme afirmar la República en estado permanente de esplendor y seguridad; con esto habré conseguido la recompensa que ambiciono, si se considera su felicidad obra mía y si puedo alabarme al morir de haberla establecido sobre bases inmutables. Él mismo aseguró la consecución de este deseo, esforzándose para que nadie tuviese que lamentarse del nuevo orden de cosas.

XXIX. Roma no era, en su aspecto, digna de la majestad del Imperio y estaba sujeta, por otra parte, a inundaciones e incendios. Él supo embellecerla de tal suerte, que con razón pudo alabarse de dejarla de mármol habiéndola recibido de ladrillos. También la aseguró contra los peligros del porvenir, cuanto la prudencia humana puede prever. Entre el gran número de monumentos públicos cuya construcción se le debe, se cuentan principalmente el Foro y el templo de Marte Vengador, el de Apolo en el Palatium y el de Júpiter Tonante en el Capitolio. Se construyó el Foro porque el creciente número de litigantes y de los negocios lo exigían, y resultaban insuficientes los dos primeros. Así, sin esperar a que el templo de Marte estuviese concluido, apresuróse a ordenar que se procediese especialmente en el Foro nuevo, al juicio de las causas criminales y a la elección de jueces. Por lo que toca al templo de Marte, había hecho el voto durante la guerra Filipense, emprendida para vengar a su padre. Decretó, en consecuencia, que allí se reuniría el Senado para deliberar acerca de las guerras y de los triunfos; que de allí partirían los que marchasen con algún mando a las provincias; y que allí irían, finalmente, a depositar las insignias del triunfo los generales victoriosos. El templo de Apolo, en el Palatium, se construyó en la parte de su casa destruida por el rayo, donde habían declarado los arúspices que el dios pedia morada, añadiéndole pórticos y una biblioteca latina y griega. En sus últimos años convocaba a menudo el Senado e iba a él para reconocer las decurias de los jueces. El templo de Júpiter Tonante fue erigido por él en memoria de haber escapado de un peligro durante una marcha nocturna; en una de sus expediciones contra los cántabros, un rayo alcanzó, en efecto, su litera, matando al esclavo que iba delante de él con una antorcha en la mano. Hizo, además, ejecutar otros trabajos bajo otro nombre que el suyo, por ejemplo, con los de sus nietos, su esposa y su hermana; tales son el pórtico de Cayo y la basílica de Lucio, los pórticos de Livia y de Octavio, y el teatro de Marcelo. Frecuentemente exhortó también a los principales ciudadanos a embellecer la ciudad, cada cual según sus medios, o con monumentos nuevos, o reparando y embelleciendo los antiguos; este solo deseo fue causa de que se levantasen gran número de construcciones. Marcio Filipo elevó el templo de Hércules y Museos; L. Cornificio, el de Diana; Asinio Polión, el vestíbulo del de la Libertad; Munacio Plauco, el templo de Saturno; Cornelio Balbo, un teatro; Stantilio Fauro, un anfiteatro, y, en fin, M. Agripa gran número de magníficos edificios.

XXX. Dividió a Roma en secciones y barrios, encargando la vigilancia de las secciones a los magistrados anuales (ediles, tribunos, pretores), que la lograban por suerte y la de los barrios a inspectores que habitaban en ellos y que eran elegidos entre el pueblo. Estableció rondas nocturnas para los incendios, y para prevenir las inundaciones del Tíber hizo limpiar y ensanchar su cauce, obstruido desde mucho tiempo por las ruinas y estrechado por el derrumbamiento de edificios. Con objeto de facilitar por todas partes el acceso a Roma, encargóse de reparar la vía Flaminia hasta Rímini, y quiso que, a imitación suya, todo ciudadano que hubiese recibido los honores del triunfo, emplease en pavimentar un camino el dinero que le pertenecía por su parte de botín. Reconstruyó los edificios sagrados que la acción del tiempo o los incendios habían destruido, y adornólos como los otros con valiosísimos presentes, llevando en una sola vez al santuario de Júpiter Capitolino dieciséis mil libras de peso de oro y cincuenta millones de sestercios en piedras preciosas y perlas.

XXXI. Muerto Lépido, y conseguido por él el pontificado máximo, que en vida de aquél no se atrevió a arrebatarles hizo reunir y quemar mas de dos mil volúmenes de predicciones griegas y latinas que estaban repartidos entre al público y tenían sólo una dudosa autenticidad. Conservó sólo los libros sibilinos, haciendo de ellos un espurgo y encerrándolos en dos cofrecillos dorados, bajo la estatua de Apolo Palatino. Redujo el método seguido antiguamente en la marcha del año, arreglada ya por Julio César, y en la que la negligencia de los pontífices había introducido de nuevo desorden y confusión. En esta obra dio su nombre al mes llamado sextilis (52), con preferencia al de septiembre en que había nacido, porque en aquél obtuvo su primer consulado y logró sus principales victorias. Aumentó el número de sacerdotes, su dignidad y hasta sus privilegios, especialmente los de las vestales. Habiendo fallecido una de éstas se trataba de reemplazarla (53), y como muchos ciudadanos solicitasen el favor de no someter sus hijas a los riesgos del sorteo, dijo él que si alguna hija suya hubiese llegado a la edad requerida la hubiese ofrecido espontáneamente. Restableció, asimismo, gran número de ceremonias antiguas caídas en desuso, entre ellas el augurio de Salud, los honores debidos al flamín Dial, las Lupercales, los juegos seculares y compitales. Prohibió que se corriese en las fiestas Lupercales antes de la edad de la pubertad, prohibiendo también a los jóvenes de uno y otro sexo que asistiesen durante los juegos seculares a los espectáculos nocturnos si no los acompañaba algún pariente de más edad que ellos. Estableció dos juegos anuales en honor de los dioses compitales, que debían ser adornados con flores de primavera y verano. Honró casi tanto como a los dioses inmortales la memoria de los grandes hombres que de tan débiles principios supieron levantar el poder romano a tan considerable grado de desenvolvimiento. Por esta razón hizo restaurar los monumentos que aquellos levantaron, dejándoles sus gloriosas inscripciones. Por orden suya fueron colocadas todas sus estatuas en traje triunfal bajo los dos pórticos de su Foro, y declaró en un edicto que quería que su ejemplo sirviese para que se le juzgase a él mismo mientras viviese y a todos los príncipes sucesores suyos. Hizo también trasladar la estatua de Pompeyo del salón donde mataron a César, bajo una arcada de mármol, enfrente del palacio contiguo al teatro del mismo Pompeyo.

XXXII. Corrigió gran número de abusos tan detestables como perniciosos, nacidos de las costumbres y licencias de las guerras civiles y que la paz misma no había podido destruir. La mayoría de los ladrones de caminos llevaban públicamente armas con el pretexto de atender a su defensa, y los viajeros de condición libre o servil eran aprisionados en los caminos y encerrados sin distinción en los obradores de los propietarios de esclavos. También se habían formado, bajo el título de gremios nuevos, asociaciones de malhechores que cometían toda suerte de crímenes. Augusto contuvo a los ladrones estableciendo guardias en los puntos convenientes; visitó los obradores de esclavos y disolvió todos los gremios, exceptuando los antiguos y legales. Quemó los registros en que estaban inscritos los antiguos deudores del Tesoro, a fin de poner término con ello a los pleitos de que habían llegado a ser origen tales registros. Ciertas partes de la ciudad, que el dominio público reivindicaba con títulos dudosos, los adjudicó a sus poseedores. Sobreseyó los procesos de los antiguos acusados, cuya sanción servía solamente para regocijar a sus adversarios, y sometió a la posibilidad de la misma pena que hubiese podido pronunciarse contra ellos a todo el que intentase perseguirlos de nuevo. Para que ningún delito quedase impune y ningún negocio se llevase con negligencia, restituyó, por otra parte, al trabajo más de treinta días exentos de él, por juegos honorarios. A las tres decurias de jueces añadió la cuarta, formada de personas de censo inferior al de los caballeros, la cual fue llamada la decuria de los ducenarios, teniendo a su cargo el juicio de los negocios de mediana importancia. Eligió jueces desde la edad de veinte años, es decir, cinco antes de lo que se había hecho hasta entonces; y como muchos ciudadanos rehusasen el honor de estas funciones, autorizó, aunque a disgusto, a cada decuria para que disfrutase por turno de vacaciones anuales, y a que, siguiendo la costumbre establecida, se suspendiese el juicio de censuras durante los meses de noviembre y diciembre.

viernes, 21 de febrero de 2014

Henry Pirenne: Las ciudades de la Edad Media


El renacimiento comercial
Henry Pirenne: Las ciudades de la Edad Media

Se puede considerar el fin del siglo ix como el momento en que la curva descrita por la evolución económica de Europa Occidental, desde el cierre del Mediterráneo, al­canza su punto más bajo. Es también el momento en que el desorden social, provocado por el pillaje de las invasio­nes y por la anarquía política, llega al máximo. El siglo x fue, si no una época de restauración, al menos una época de estabilización y de paz relativa. La cesión de Norman-día a Rollón (912) marca en el oeste el fin de las grandes invasiones escandinavas, mientras que en el este, Enrique el Pajarero y Otón detienen de manera definitiva a los eslavos a lo largo del Elba y a los húngaros en el valle del Danubio (933-955). Al mismo tiempo, el régimen feudal, definitivamente vencedor frente a la realeza, se instala en Francia sobre los restos de la antigua constitución carolingia. Por el contrario, en Alemania, un progreso más lento en el desarrollo social permitió a los príncipes de la casa de Sajonia oponer a las injerencias de la aristocracia laica el poder de los obispos, a los que utilizan como apoyo para fortalecer el poder monárquico y amparándose en el título de emperadores romanos, pretender la autoridad universal que había ejercido Carlomagno.
Indudablemente, todo esto, si bien no pudo realizarse sin luchas, no por ello fue menos beneficioso. Europa dejó de ser oprimida sin piedad, recuperó la confianza en el porvenir y, con ella, el valor y el trabajo. Podemos consi­derar al siglo x como el momento en que el movimiento ascensional de la población sufre un nuevo empuje. Más claro se nos muestra que las autoridades sociales vuelven a desempeñar el papel que les incumbe. Tanto en los prin­cipados feudales compren los episcopales se puede apreciar desde entonces los primeros rastros de una organización que se esfuerza en mejorar la condición del pueblo. La necesidad primordial de esta época, que surge a duras penas de la anarquía, es la necesidad de paz, la más primitiva y esencial de todas las necesidades sociales. Recordemos que la primera paz de Dios fue proclamada en el 989. Las gue­rras privadas, el azote de esta época, fueron enérgicamente combatidas por los condes territoriales de Francia y por los prelados de la Iglesia imperial alemana.
Por sombrío que aún parezca, fue en el siglo x cuando se esbozó la estructura que nos presenta el siglo xi. La famosa leyenda de los terrores del año 1000 no carece, en este sentido, de significación simbólica. Indudablemente es falso que los hombres hayan esperado el fin del mundo en el año 1000, pero el siglo que arranca de esta fecha se caracteriza, en oposición al precedente, por un recrudeci­miento tan acusado de la actividad, que podría considerarse como el despertar de una sociedad atenazada largo tiempo por una pesadilla angustiosa. En todos los campos se observa la misma explosión de energía e incluso, yo diría, de optimismo. La Iglesia, reanimada por la reforma cluniacense, intenta purificarse de los abusos que se han deslizado en su disciplina y liberarse de la servidumbre a la que la tienen sometida los emperadores. El entusiasmo místico que le anima y que trasmite a sus fieles arroja a éstos a la grandiosa y heroica empresa de las Cruzadas, que enfrenta a la cristiandad occidental con el Islam. El espíritu militar del feudalismo le hace abordar y triunfar en empresas épicas. Caballeros normandos van a combatir, en el sur de Italia, a bizantinos y musulmanes y fundan allí los principados de los que pronto surgirá el reino de Sicilia. Otros normandos, a los que se unen los flamencos y los franceses del norte, conquistan Inglaterra a las órdenes del duque Guillermo. Al sur de los Pirineos, los cristianos obligan a retroceder a los sarracenos de España y se apoderan de Toledo y Valencia (1072-1109). Tales empresas nos dan fe no sólo de la energía y el vigor de los temperamentos, sino que también nos hablan de la salud social. Hubieran sido manifiestamente imposibles sin la abundante natalidad que es una de las características del siglo xi. La fecundidad de las familias se producía tanto entre la nobleza como entre el campesinado. Los segundones abundan por do­quier, sintiéndose limitados en el suelo natal e impacientes por intentar fortuna lejos. Por doquier se encuentran aventureros en busca de ganancias o de trabajo. Los ejér­citos están abarrotados de mercenarios coterelli o brabantiones, que alquilan sus servicios a quien les quiera contra­tar. De Flandes y de Holanda partirán, desde comienzos del siglo xii, grupos de campesinos para drenar los mooren de las orillas del Elba. En todas las regiones de Europa se ofrecen brazos en cantidad superabundante y esto cierta­mente explica los grandes trabajos de roturación y de cons­trucción de diques cuyo número aumenta desde entonces. Desde la época romana hasta el siglo xi no parece que haya aumentado sensiblemente la superficie del suelo cul­tivado. En este sentido, los monasterios apenas cambiaron, salvo en los países germánicos, la situación existente. Se instalaron casi siempre en antiguas tierras y no hicieron nada para disminuir la extensión de los bosques, de las malezas y de los pantanos existentes en sus dominios. Pero la situación cambió el día en que el aumento de la pobla­ción hizo posible recuperar estos terrenos improductivos. Aproximadamente a partir del año 1000, comienza un período de roturación que continuará, ampliándose siem­pre hasta fines del siglo xii. Europa se colonizó a sí misma merced al crecimiento de sus habitantes. Los prín­cipes y los grandes propietarios comenzaron a fundar nuevas ciudades donde afluyeron los segundones en busca de tierras cultivables1. Empezaron a aparecer claros en los grandes bosques. En Flandes, hacia el 1150, surgen los primeros polders2. La orden del Cister, fundada en 1098, se dedica inmediatamente a la labor de roturación y a la poda de árboles.
Como se ve,_ el aumento de población y la renovación de la actividad de la que aquélla es a la vez causa y efecto, evolucionó en provecho de la economía agrícola. Pero su influencia se dejó sentir también en el comercio, el cual inicia, ya antes del siglo xi, un período de renacimiento. Este renacimiento se desenvolvió bajo los auspicios de dos centros, uno situado en el sur y el otro en el norte de Europa: Venecia y la Italia meridional por un lado y la costa flamenca por el otro, lo cual hace suponer que es el resultado de un agente externo. Gracias al contacto que mantuvieron estos dos puntos con el comercio extranjero, este agente se pudo manifestar y propagar. Indudablemente hubiera sido posible que ocurriese de otra forma. La acti­vidad comercial hubiera podido reanimarse en virtud del funcionamiento de la vida económica general. La realidad, sin embargo, es que las cosas discurrieron de distinta forma. De la misma manera que el comercio occidental desapareció al cerrarse sus salidas al exterior, volvió a surgir con la apertura de éstas.
Sabemos que Venecia, que fue la primera que influyó en el comercio ocupa en la historia económica de Europa un lugar especial. Efectivamente, Venecia, como Tiro, posee un carácter exclusivamente comercial. Sus primeros habitantes, huyendo de la proximidad de los hunos, de los godos y de los lombardos, buscaron refugio en los islotes vírgenes de la laguna (siglos v y vi), en Rialto, Olivólo, Spinalunga y Dorsoduro3. Para sobrevivir tuvieron que discurrir y luchar contra la naturaleza. Faltaba todo, incluso el agua potable. Pero el mar es suficiente para quienes tienen iniciativa. La pesca y la salazón aseguraron inmediatamente la subsistencia de los venecianos, al proporcionarles al misrno tiempo la posibilidad de conseguir trigo, mediante intercambios de productos con los de los habitantes de la costa vecina.
De esta manera, el comercio se les impuso por las mismas condiciones de su medio, y tuvieron la energía y el talento de aprovechar las infinitas posibilidades que éste ofrece al espíritu emprendedor. Desde el siglo viii, el conjunto de islotes que ocupaban estaba ya lo suficientemente poblado como para ser la sede de una diócesis particular.
Cuando se fundó la ciudad, toda Italia pertenecía aún al Imperio Bizantino. Gracias a su situación insular se libró de la codicia de los conquistadores, que cayeron suce­sivamente sobre la península, los lombardos, primero, más tarde Carlomagno y, finalmente, los emperadores ger­mánicos. Permaneció, pues, bajo la soberanía de Constantinopla, constituyendo en el corazón del Adriático y al pie de los Alpes un refugio de la civilización bizantina. Mientras que Europa occidental se desvinculaba de Oriente, ella siguió perteneciéndole. Y este hecho es de una impor­tancia capital. La consecuencia fue que Venecia no dejó de gravitar en la órbita de Constantinopla. A través de los mares sufrió su atracción y creció bajo su influencia.
Constantinopla, aun en el curso del siglo xi, aparece no sólo como una gran ciudad, sino como la más grande de toda la cuenca del Mediterráneo. Su población no estaba lejos de alcanzar la cifra de un millón de habitantes y era singularmente activa4. No se contentaba, como lo había hecho la de la Roma republicana e imperial, en consumir sin producir nada. Por el contrario, se entregaba, con un celo dirigido fiscalmente sin llegar a ser asfixiado, tanto al comercio como a la industria. Era, además de una capital política, un gran puerto y un centro de manufacturas de primer orden. En ella se podían hallar todos los modos de vida y todas las formas de actividad social. Era la única en el mundo cristiano que presentaba un espectáculo análogo al de las grandes ciudades modernas, con todas las complicaciones y las taras, pero también con todos los refinamientos de una civilización esencialmente urbana. Una navegación ininterrumpida la vinculaba a las costas del Mar Negro, de Asia Menor, de la Italia Meridional y de los países bañados por el Adriático. Sus flotas de guerra le garantizaban el dominio del mar sin el que no habría po­dido subsistir. Mientras conservó su poder, consiguió mantener, frente al Islam, su dominio sobre todas las aguas del Mediterráneo oriental.
Fácilmente se puede comprender de qué manera apro­vechó Venecia la coyuntura de verse vinculada a un mundo tan diferente del occidente europeo. No solamente le debía la prosperidad de su comercio, sino que además la inició en aquellas formas superiores de civilización, aquella técnica perfeccionada, aquel espíritu de negocios, aquella organización política y administrativa, que le asignan un lugar aparte en la Europa medieval. Desde el siglo yiii, se consagra_ con éxito naciente al aprovisionamiento de Constantinopla. Sus barcos transportan allí los productos de las regiones que la rodean por el este y el oeste: trigo y vinos de Italia, madera de Dalmacia, sal de las lagunas y, a pesar de las prohibiciones del papa y del emperador, esclavos que consiguen fácilmente sus marinos en los pueblos eslavos de las costas del Adriático. En pago reciben los valiosos tejidos que fabrica la industria bizantina, así como especias que Constantinopla recibe de Asia. En el siglo x, el movimiento del puerto alcanza proporciones extraordi­narias, y con la extensión del comercio, el afán de lucro se manifiesta de manera irresistible. No existe ningún tipo de escrúpulo que afecte a los venecianos. Su religión es una religión propia de gentes de negocios. Les importa poco que los musulmanes sean los enemigos de Cristo, si el comercio con ellos puede ser rentable. En el curso del siglo ix consiguen relacionarse, cada vez más asiduamente, con Alepo, Alejandría, Damasco, Keruán y Palermo. Tratados, comerciales le garantizan una situación privilegiada en los mercados del Islam.
A comienzos del siglo xi, el poderío de Venecia ha progresado tan increíblemente como su riqueza. Durante el gobierno del dogo, Pedro II Orseolo, limpió el Adriático de piratas eslavos, sometió a Istria y consiguió en Zara, Veglia, Arbe. Trau, Spalato. Curzola y Lagosta, factorías o puestos militares. Juan Diácono celebra el esplendor y la gloria del áurea Venitia; Guillermo de Apuleya alaba la ciudad «rica en dinero, rica en hombres» y declara que «ningún pueblo en el mundo es más valeroso en las guerras navales, más sabio en el arte de guiar los barcos en el mar». Era imposible que el poderoso movimiento económico, cuyo centro era Venecia, no se comunicara a las regiones italianas de las que no estaba separada nada más que por una laguna. En ellas se aprovisionaba de trigo y de vinos para su consumo su exportación y trató naturalmente de crear allí un mercado para las mercancías orientales que los marinos desembarcaban cada vez en mayor número en sus muelles. A través del Po se puso en contacto con Pavía, a la que no tardó en contagiar su actividad5. Obtuvo de los emperadores germánicos el derecho de comerciar libremente, primero con las ciudades vecinas, más tarde _con toda Italia, y también el monopolio del transporte de todos los productos que llegasen a su puerto.
En el curso del siglo x Lombardía, gracias a su intervención se incorpora a la vida comercial. Desde Pavía se extiende rápidamente a las ciudades de los alrededores. Todos se apresuran a participar en el tráfico comercial cuyo ejemplo encarna Venecia, que, a su vez, estaba inte­resada en que este ejemplo cundiera en los demás. El espí­ritu de empresa se va desarrollando paulatinamente _y_ los productos agrícolas ya no serán los únicos que sustenten las relaciones comerciales con Venecia. La industria comienza a aparecer. Desde los primeros años del siglo xi a más tardar, Luca se dedica ya a la fabricación de telas, y sa­bríamos bastante más sobre los comienzos del renacimiento económico de Lombardía si los datos que poseemos no fueran de una escasez deplorable6.
_Por preponderante que fuera en Italia la influencia veneciana, no fue la única en hacerse notar. El sur de la península más allá de Spoleto y Benevento pertenecía aún, y seguirá perteneciendo hasta la llegada de los normandos en el siglo xi al Imperio Bizantino. Bari, Tarento, Nápoles pero principalmente Amalf, conservaban con Constantinopla relaciones análogas a las de Venecia. Eran emplaza­mientos comerciales de gran actividad y que, al igual que Venecia, no dudaban en comerciar con los puertos musul­manes7. Su navegación no podía dejar de encontrar, tarde o temprano, seguidores entre los habitantes de las ciudades costeras situadas más al norte. Y, en efecto, desde comien­zos del siglo xi, se puede comprobar cómo Génova en primer lugar y casi inmediatamente Pisa vuelcan sus esfuerzos hacia el mar. Todavía en el 935, los piratas sarracenos habían saqueado Génova, pero se acercaba el mo­mento en que la ciudad iba a pasar a la ofensiva. Para ella no era cuestión de firmar con los enemigos de su fe tratados comerciales, tal y como lo habían hecho Venecia o Amalfi. La religiosidad mística de occidente se lo tenía vedado y un gran odio se había ido acumulando secularmente contra ellos. El mar no podía ser abierto a la navegación sino a viva fuerza. En 1015-101 una expedición es dirigida por los genoveses de común acuerdo con Pisa, contra Cerdeña. Veinte años después, en 1034, se apoderaban temporal­mente de Bona en la costa Africana; los pisanos, por su parte, penetran victoriosamente, en 1062, en el puerto de Palermo, cuyo arsenal destruyen. En 1087, las flotas de las dos ciudades, arengadas por el papa Víctor III, atacan Mehdia8.
Todas estas expediciones se explican tanto por el entu­siasmo religioso como por el espíritu de empresa. Bastante diferentes a los venecianos, los genoveses y los pisanos se consideran, frente al Islam, como los soldados de Cristo y de la Iglesia. Creen ver al Arcángel Gabriel y a San Pedro conduciéndoles en el combate contra los infieles y hasta no haber masacrado a los «sacerdotes de Mahoma» y profanado la mezquita de Mehdia, no firman un ventajoso tratado comercial. La catedral de Pisa, construida después del triunfo, es un símbolo admirable del misticismo de los vencedores y de la riqueza que la navegación comienza a proporcionarles. Para su decoración son utilizadas colum­nas y mármoles preciosos traídos de África. Parece como si se hubiese querido dar testimonio, a través de su esplen­dor, de la revancha del cristianismo sobre aquellos sarra­cenos cuya opulencia era objeto de escándalo y de envidia.
Este es, al menos, el sentimiento que expresa un apasio­nado poema de la época9.
Unde tua in aeternum splendebit ecclesia 
Auro, gemmis, margaritis et palliis splendida.
Así, ante el contraataque cristiano, el Islam retrocede poco a poco. Él desencadenamiento de la primera cruza­da (1096) señala su retroceso definitivo. Ya en el 1097. una flota genovesa ponía rumbo a Antioquía con la intención de llevar a los cruzados refuerzos y víveres. Dos años más tarde, Pisa enviaba barcos «por orden del papa»_para liberar Jerusalén. Desde entonces, todo el Mediterráneo se abre o, mejor dicho, se vuelve a abrir a la navegación occidental. Como en la época romana, se restablece el intercambio de un lado a otro de este mar esencialmente europeo.
El dominio islámico sobre el Mediterráneo ha terminado. Indudablemente, los resultados políticos y religiosos de la Cruzada fueron efímeros. E1 reino de Jerusalén y los prin­cipados de Edessa y Antioquía fueron reconquistados por los musulmanes en el siglo xii, pero el mar ha quedado en manos de los cristianos. Y son ellos los que ahora ejercen la preponderancia económica. Toda la navegación en las «escalas del levante» les pertenece. Sus establecimientos comerciales se multiplican con sorprendente rapidez en los puertos de Siria, Egipto y en las islas del mar Jónico. Mediante la conquista de Cerdeña (1022). Córcega (1091) y Sicilia (1058-1090) arrebatan a los sarracenos las bases dé operación que, desde el siglo ix, les habían permitido man­tener a occidente bloqueado. Los genoveses y los pisanos tienen la ruta libre para cruzar hacia esas costas orientales donde sé vuelcan los productos que «llegan del corazón de Asia a través de las caravanas o a través del mar Rojo y del golfo Pérsico, y para frecuentar a la vez el gran puerto de Bizancio. La conquista de Amalfi por los normandos (1073) al acabar con el comercio de esta ciudad, les desembarazó de su competencia.
Pero sus progresos suscitaron también los celos de Venecia, que no podía aguantar el tener que compartir con estos advenedizos un comercio cuyo monopolio pretendía conservar. A pesar de profesar la misma fe, pertenecer al mismo pueblo y hablar la misma lengua, desde que se convirtieron en competidores, no vio en ellos nada más que enemigos. En la primavera del año 1100, una escuadra veneciana emboscada ante Rodas acecha el retorno de la flota que Pisa ha enviado a Jerusalén, cae sobre ella de improviso y hunde sin piedad muchos de sus barcos10. De esta manera comienza entre las ciudades marítimas un conflicto que durará tanto tiempo como su prosperidad. El Mediterráneo no volverá a disfrutar esa paz romana que el Imperio de los cesares le había impuesto en otra época. La divergencia de intereses mantendrá, desde entonces, una hostilidad, a veces sorda y otras declarada, entre los rivales interesados.
Al desarrollarse, el comercio marítimo tuvo, natural­mente, que generalizarse. Desde comienzos del siglo xii llega hasta las costas de Francia y España. El viejo puerto de Marsella se reanima tras el largo letargo en el que había caído a finales del periodo merovingio. En Cataluña. Bar­celona se aprovecha a su vez de la apertura del mar. Sin embargo, Italia conserva indiscutiblemente la primacía de este primer renacimiento económico. Lombardía, donde confluye, al este por Venecia y al oeste por Pisa y Génova, todo el movimiento comercial del mediterráneo, se desarrolla con un vigor extraordinario. En esta llanura admirable, las ciudades crecen con la misma fecundidad que las cose­chas. La fertilidad del suelo le permite una expansión ili­mitada, mientras que la facilidad de accesos favorece tanto la importación de materias primas como la exportación de productos manufacturados. El comercio suscita la industria y, a medida que se desarrollan Bérgamo, Crémona, Lodi y Verona, todas las antiguas «ciudades», todos los antiguos «municipios» romanos recuperan una vida nueva y bas­tante más exuberante que la que conocieron en la antigüe­dad. Pronto, su superabundante actividad tiende a exten­derse más allá de sus fronteras. En el sur llega hasta Toscana; por el norte se abren nuevas rutas a través de los Alpes. Por los pasos de Splügen, San Bernardo y Brenner, trasmite al continente europeo aquella efervescencia benefactora que le llegó del mar11. Sigue las rutas naturales que marcan el curso de los ríos, el Danubio por el este, el Rhin por el norte y el Ródano por el oeste. Desde el 1074 se menciona en París a mercaderes italianos12, lombardos indudablemente; y desde comienzos del siglo xii, las ferias de Flandes atraen a un número considerable de sus compatriotas13.


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Nada más natural que esta irrupción de meridionales en la costa flamenca. Es consecuencia de la atracción que el comercio ejerce espontáneamente sobre el comercio.
Ya pusimos en evidencia cómo, durante la época carolingia, los Países Bajos manifestaron una vitalidad comer­cial sin posible comparación en el mundo de aquel entonces, lo cual se explica fácilmente por la gran cantidad de ríos que atraviesan su territorio y que confluyen sus cauces antes de desembocar en el mar: el Rhin. el Mosa y el Escalda. Inglaterra y las regiones escandinavas estaban demasiado próximas a estos países, de amplios y profundos estuarios, como para que sus marinos no los hubiesen frecuentado ya desde muy antiguo. A ellos es a quien se debe, como se ha visto anteriormente, el que los puertos de Duurstede y Quentovic conservaran su importancia. Pero esta importancia fue efímera, ya que no pudo sobrevivir _a las invasiones normandas. Cuanto más fácil era el acceso a la región más tentaba a los invasores y más debía sufrir sus devastaciones. La situación geográfica que en Venecia salvaguardó la prosperidad comercial, contribuía aquí a su desaparición.
Las invasiones normandas no fueron sino la primera manifestación de la necesidad expansiva que sentían los pueblos escandinavos. Su desbordante energía les había lanzado a la vez hacia Europa occidental y hacia Rusia, como aventureros dedicados al pillaje y como conquista­dores. Pero de ningún modo se les puede considerar como simples piratas, pues aspiraban, como en otro tiempo lo hicieron los germanos frente al imperio romano, a instalarse en regiones más ricas y fértiles que las de su patria y a crear en ellas emplazamientos para la superabundante población que no podían aumentar, finalmente obtuvieron éxito en esta empresa. Al este, los suecos se asentaron a lo largo de las vías naturales que. a través del Neva, el lago Ladoga, el Lowat, e1 Wolchow, el Dwina y el Dniéper, conducen del mar Báltico al mar negro. Al oeste, los daneses y no­ruegos colonizaron los reinos anglosajones situados al norte del Humber y consiguieron que Carlos el Simple les entregase en Francia, en las costas de la Mancha, el país que desde entonces, se conoce como Normandía.
Estos éxitos tuvieron como resultado el orientar en un nuevo sentido la actividad de los escandinavos. En el curso del siglo x, abandonan la guerra para dedicarse al comercio14. Sus barcos surcan todos los mares del norte y nada tienen que temer porque son los únicos navegantes entre los pueblos de aquellas costas. Basta recorrer las sa­brosas narraciones de las Sagas, donde se relatan sus aven­turas y hazañas, para hacerse una idea de la astucia y de la inteligencia de los marineros bárbaros. Cada primavera, una vez que el mar se ha deshelado, se lanzan mar adentro. Se les puede encontrar en Islandia, en Irlanda, en Inglaterra, en Flandes, en las desembocaduras del Elba, del Weser, del Vístula, en las islas del mar Báltico, al fondo del golfo de Botnia y del de Finlandia. Poseen emplazamientos en Dublín. en Hamburgo, en Schwerin y en la isla de Gotlan­dia. Gracias a ellos la corriente comercial que, partiendo de Bizancio y Bagdad atraviesa Rusia pasando por Kiev y Novgorod, se prolonga hasta las costas del mar del Norte y hace sentir en ellas su bienechora influencia. Apenas se puede encontrar en la historia un fenómeno más curioso que esta acción ejercida sobre la Europa septentrional por las civilizaciones superiores del imperio griego y del árabe y cuyos intermediarios fueron los escandinavos. Su papel en este sentido, a pesar de las diferencias de clima, medio y cultura, aparece como absolutamente análogo al que Venecia jugó en el sur de Europa. Al igual que ella, resta­blecieron el contacto entre Oriente y Occidente. Y al igual también que el comercio veneciano no tardó en implicar en su tráfico a Lombardía, la navegación escandinava pro­dujo el renacer económico de la costa flamenca.
En efecto, la situación geográfica de Flandes favorecía maravillosamente el que se convirtiese en la etapa occidental del comercio con los mares del norte. Constituye el tér­mino natural del rumbo de los barcos que llegan de Ingla­terra o que, habiendo franqueado el Sund a la salida del Báltico, se dirigen hacia el mediodía. Ya dijimos que los puertos de Quentovic y de Duurstede eran frecuentados por los normandos antes de la época de sus invasiones. Ambos desaparecieron durante la tormenta. Quentovic no conseguirá levantarse de sus ruinas y fue Brujas, cuyo emplazamiento al fondo del Zwin era privilegiado, la 
que le sucedió. En lo que se refiere a Duurstede, los marinos escandinavos aparecieron de nuevo a comienzos del siglo x. A pesar de todo, su prosperidad no se mantuvo durante largo tiempo. A medida que el comercio crecía se iba concentrando progresivamente en Brujas, más cer­cana a Francia y donde los condes de Flandes mantenían una seguridad de la que no disfrutaba la región de Duurs­tede. De cualquier forma, es cierto que Brujas atrajo cada vez más hacia su puerto el comercio septentrional y que la desaparición de Duurstede, durante el siglo xi, aseguró definitivamente su porvenir. El hecho de que hayan sido descubiertas en cantidad considerable monedas de los condes de Flandes, Amoldo II y Balduino IV (965-1035) en Dinamarca, Prusia y hasta en Rusia, evidencia, a falta de documentos escritos, las relaciones que mantenía Flan­des desde aquel entonces con aquellos países a través de los marinos escandinavos15. Las relaciones con la costa inglesa que tenía enfrente debieron ser aún más frecuentes. Sabe­mos que fue en Brujas donde se refugió, hacia el 1030, la reina anglosajona Emma. Ya en el 991-1002, la tarifa del telonio de Londres menciona a los flamencos a la cabeza de los extranjeros que negocian con la ciudad16.
Hay que tener en cuenta, entre las causas de la importancia comercial que alcanzó Flandes en época tan tempra­na, la existencia en este país de una industria indígena, suficiente para proporcionar a los barcos que allí llegaban un abundante flete de vuelta. Desde época romana, y pro­bablemente incluso antes, los morinos y los menapios con­feccionaban paños de lana. Esta industria primitiva debió perfeccionarse por influencia de los progresos técnicos introducidos tras la conquista romana. La especial calidad de los vellones de los corderos, criados en las húmedas praderas de la costa, garantizó su éxito. Se sabe que las
sayas (sagae) y las capas (birrí) que producían eran expor­tadas allende los Alpes y que existió en Tournai, a finales del Imperio, una fábrica de uniformes militares. La inva­sión germánica no acabó con esta industria. Los francos, que invadieron Flandes en el siglo v, continuaron traba­jando en ella como lo habían hecho antes sus antiguos habi­tantes. No hay duda que los tejidos frisones, de los que habla la historiografía del siglo ix, se fabricaron en Flandes17. Parece que fueron los únicos productos manufacturados que, en época carolingia, eran objeto de una cierta comercialización. Los frisones los transportaban a lo largodel Escalda, del Most del Rhin y, cuando Carlomagno quiso corresponder con regalos a las atenciones del califa Harun al-Raschid no encontró nada mejor que ofrecerle
que los ,pallia fresonica. Hay que admitir que estas telas, famosas tanto por sus colores como por su suavidad, de­bieron atraer inmediatamente la atención de los navegantes
escandinavos del siglo x. En ninguna parte de la Europa septentrional se pueden hallar productos más cotizados y ciertamente ocuparon un lugar entre los objetos de expor­tación más buscados junto con las pieles del norte y las telas de seda árabes y bizantinas. Todas las apariencias parecen indicar que los paños de los que se habla, hacia el año 1000, en el mercado de Londres, eran flamencos. 
Las nuevas posibilidades que les ofrecía ahora la navega­ción dieron un nuevo empuje a su fabricación. De esta manera, el comercio y la industria, ésta practi­cada in si tu y aquél procedente del exterior, se unieron para proporcionar a la región flamenca, a partir del siglo x, una actividad económica que no cesó de desarrollarse. En el siglo xi, los progresos realizados son ya sorprendentes. Flandes trafica desde entonces con el norte de Francia, cuyos vinos intercambia con sus paños. La conquista de Inglaterra por Guillermo de Normandía, al vincular al continente este país que hasta entonces había gravitado en la órbita de Dinamarca, multiplicó las relaciones que Brujas mantenía ya con Londres. Al lado de Brujas apare­cen otros emplazamientos comerciales: Gante, Ypres, Lille, Douai, Arras y Tournai. Los condes convocan ferias en Thourout, Messines, Lille e Ypres.
Flandes no fue el único en disfrutar los efectos saludables de la navegación con el norte. Las repercusiones se hicieron notar a lo largo de todos los ríos que desembocan en los Países Bajos. Cambrai y Valenciennes sobre el Escalda; Lieja, Huy y Dinant sobre el Mosa, son conocidas ya en el siglo x como centros comerciales. Igual ocurre con Colonia y Maguncia sobre el Rhin. Las costas de la Mancha y del Atlántico, más alejadas del centro de actividad del mar del Norte, no poseen la misma importancia. En aquel lugar, apenas si se menciona algo más que Rúan, evidentemente en relaciones con Inglaterra, y más al sur, Burdeos y Bayona, cuyo desarrollo es más tardío. El interior de Fran­cia o el de Alemania no empiezan a agitarse sino muy len­tamente y a instancias de la penetración económica que se propaga paulatinamente en aquellos lugares, bien su­biendo desde Italia, bien descendiendo desde los Países Bajos.
Sólo en el siglo xii es cuando esta penetración, al ir progresando, consigue transformar definitivamente la Euro­pa occidental. Logra vencer la inmovilidad tradicional a que la condenaba una organización social dependiente únicamente de los vínculos del hombre con la tierra. El comercio y la industria no se constituyen solamente al margen de la agricultura, sino que, por el contrario, ejer­cen su influencia sobre ella. Sus productos ya no están destinados exclusivamente al consumo de los propietarios y de los trabajadores agrícolas: son insertados en la circula­ción general como objetos de cambio o materias primas. Se rompen las estructuras del sistema señorial que, hasta entonces, habían encerrado la actividad económica, y toda la sociedad adquiere un carácter más dúctil, activo y variado. Nuevamente, como en la Antigüedad, el campo se orienta hacia las ciudades. Bajo la influencia del comercio, las anti­guas ciudades romanas se revitalizan y se repueblan, enjam­bres de mercaderes se agrupan al pie de los burgos y se establecen a lo largo de las costas marítimas, al borde de los ríos, en las zonas de su confluencia, y en las encrucijadas de las vías naturales de comunicación. Cada una de éstas constituyen un mercado cuya atracción, en proporción a su importancia, se ejerce en el país circundante o llega hasta zonas alejadas. Grandes o pequeñas, se las puede hallar por todas partes, en una proporción de una por cinco leguas cuadradas de terreno. Y es que se han hecho indis­pensables para la sociedad, al haber introducido en su organización una división del trabajo de la que ya no se podrá prescindir. Entre ellas y el campo se establece un intercambio reciproco de servicios. Les une una solidaridad cada vez más estrecha, el campo atendiendo al aprovisionamiento de las ciudades y las ciudades proporcionando a su vez productos comerciales y objetos manufacturados. La subsistencia física del burgués depende del campesino, pero la subsistencia social del campesino depende a su vez del burgués, porque éste le descubre un género de existen­cia más confortable, más refinado y que, al excitar sus de­seos, multiplica sus necesidades y modifica su standard of' life. Pero la aparición de las ciudades ha promovido vigorosa­mente el progreso social; sólo en este aspecto no fue menos importante el que difundiesen a través del mundo una nueva concepción del trabajo que, en épocas anteriores, era servil y que ahora se transformó en libre; las consecuencias de este hecho, sobre el qué tendremos ocasión de volver, fueron incalculables. Añadamos finalmente que el rena­cimiento económico, cuya expansión presenció el siglo xii, reveló el poder del capital y habremos dicho lo suficiente para demostrar cómo sólo contadas épocas han ejercido una repercusión tan profunda en la sociedad.
Vivificada, transformada y proyectada hacia el progreso, la nueva Europa recuerda, en suma, más a la Europa anti­gua que a la carolingia. Ya que de esta primera recuperó aquel carácter esencial de ser una región urbana. Incluso se podría afirmar que si, en la organización política, el papel de las ciudades fue más importante en la antigüedad que en la Edad Media, sin embargo, su influencia económica sobrepasó considerablemente en ésta lo que habla sido en aquélla. En realidad, las grandes ciudades comerciales fueron relativamente escasas en las provincias occidentales del Imperio Romano. Únicamente se pueden citar a Napó­les, Milán, Marsella y Lyon. No existe nada parecido a puertos como los de Venecia, Pisa, Génova o Brujas, o a centros industriales como Milán, Florencia, Ypres y Gante. En la Galia parece evidente que la importancia conseguida, en el siglo xii, por antiguas ciudades como Orleáns, Bur­deos, Colonia, Nantes, Rúan, etc., sobrepasó considerable­mente a la que tenían bajo los Césares. En resumen, el desarrollo económico de la Europa medieval franqueó los límites que había alcanzado en la época romana. En lugar de detenerse a lo largo del Rhin y del Danubio, se extiende ampliamente por la Germania y llega hasta el Vístula. 
Regiones que no habían sido recorridas, al comienzo de la era cristiana, sino por contados mercaderes en ámbar y en pieles, y que parecían tan inhóspitas como podía parecerles a nuestros padres el centro de África, se recubren ahora por una floración de ciudades. El Sund, que jamás fue fran­queado por ningún navío comercial romano, está animado ahora por una constante circulación marítima. Se navega por el Báltico y por el mar del Norte, como por el Medite­rráneo. Hay casi tantos puertos en las costas de uno como de otro. En ambos lados, el comercio utiliza los recursos que la naturaleza a puesto a su disposición. Domina los dos mares interiores que encierran las costas, tan admirable­mente recortadas, del continente europeo. Del mismo modo que las ciudades italianas expulsaron a los musulmanes del Mediterráneo, las ciudades alemanas, en el curso del si­glo xii, desalojaron también a los escandinavos del mar del Norte y del Báltico, en los cuales se despliega ahora la navegación de la hansa teutónica.
De esta manera, la expansión comercial, que comenzó por los dos puntos por los que Europa se hallaba en con­tacto con el mundo oriental, Venecia y Flandes, se difundió como una beneficiosa epidemia por todo el conti­nente18. Al propagarse por el interior, los movimientos procedentes del norte y el del sur acabaron por encontrarse. El contacto entre ellos se efectuó a medio camino de la vía natural que va desde Brujas a Venecia, en la llanura de Champagne, donde, desde el siglo xii, se situaron las famo­sas ferias de Troyes, Lagny, Provins y Barsur-Aube que, hasta fines del siglo xii jugaron, en la Eurorpa_medieyal, los papeles de bolsa y de clearing house.